Se celebra este año el 500 aniversario del nacimiento de Santa Teresa. Motivo suficiente para encauzar nuestras reflexiones hacia el significado de la mística y su influencia en la conformación de nuestro auto imagen colectiva como españoles. Y la primera cosa en la que convendría que nuestra atención reparase, casi a modo de prólogo de esas reflexiones, sería en el hecho de que en el alma europea se estaba gestando, allá por el siglo XVI precisamente, una bifurcación de trayectorias: uno de los caminos escogidos por aquella conducía hacia la minuciosa atención a la realidad externa, y por ese ramal iban a surgir pronto quienes darían sustento al estudio de los hechos y al método científico, sobreponiéndose a las previas teorías platónicas y agustinianas, según las cuales la verdad era algo preestablecido y los hechos solo una mala copia o derivación de esa verdad que habita en nuestro interior. El otro camino que el alma europea transitó es precisamente el que escogieron los místicos y que prolongaba la perspectiva agustiniana, la que empuja a la desatención de la realidad mundana, puesto que como el mismo obispo de Hipona había dicho en un imaginario diálogo con Dios: “La amistad de este mundo es adulterio contra ti”.
Esa torsión radical, y a menudo excluyente, hacia lo interior había sido explícitamente promovida por Jesucristo cuando, con incuestionable sutileza, predicaba diciendo: “Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que todo el que mira con malos deseos a una mujer ya ha cometido adulterio con ella en su corazón”. No solo el pecado, también la virtud acontecía para Jesús de puertas adentro: “No hagáis el bien para que os vean los hombres (…) Tú, cuando des limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace la derecha. Así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te premiará”. Y asimismo, la relación con Dios dejaba de estar supeditada a los rituales externos: “Tú, cuando ores, entra en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto”. En consecuencia, San Pablo, el auténtico promotor del cristianismo como institución, recomendaba: “No os acomodéis a los criterios de este mundo; al contrario, transformaos, renovad vuestro interior para que podáis descubrir cuál es la voluntad de Dios, qué es lo bueno, lo que le agrada, lo perfecto”.
Una de las más graves consecuencias de esta manera de ver las cosas (o de desatenderlas, podríamos decir) fue la doctrina según la cual las obras que uno pudiera hacer en la vida (los resultados de sus acciones en el mundo exterior) no influían en su salvación; solo lo hacía la fe, es decir, algo que se vivía también de puertas adentro. Es lo que el mismo San Pablo explícitamente sostenía: “¿De qué, pues, podemos presumir si toda jactancia ha sido excluida? (…) ¿Acaso por las obras realizadas? No, sino en razón de la fe. Pues estoy convencido de que el hombre alcanza la salvación por la fe y no por el cumplimiento de la ley”(la ley, no hay ni que decirlo, es la ley que rige el mundo externo). Solo con Santo Tomás se revocaría esta doctrina (parcialmente, pero no viene al caso ampliar más los márgenes de esta reflexión). De modo que, efectivamente, él promovió la idea de la salvación por las obras, de que lo que hiciéramos en el mundo externo repercutía en la salvación del alma; en suma, que la vida es algo a realizar en el mundo, no al margen o en contra de él. Y sin embargo, Lutero y los protestantes regresaron a la idea paulina de que nada de lo que hiciéramos en el mundo influía en la salvación de marras (que ya estaba predestinada desde antes de que naciéramos), tan solo la fe. Lo cual hace especialmente fascinante y digno de estudio el hecho de que fueran los países protestantes los que, pese a lo dicho, escogieran mayoritariamente el lado de la bifurcación europea que, no para empezar, pero sí andando el tiempo, daba prioridad al mundo externo (a los hechos y, siguiendo por esa vía, al descubrimiento del método científico). Como explica Max Weber, fue gracias a la tortuosa interpretación de la doctrina de la salvación por la fe y no por las obras que hicieron los protestantes, por lo que estos finalmente entendieron que, pese a todo, era en el mundo externo donde había de quedar demostrado que uno estuviera predestinado a salvarse o a condenarse: el éxito en el mundo sería una señal indirecta de que uno iba a ser salvado; el fracaso en el obrar mundano, lo sería de lo contrario, por lo que el protestante se sentía obligado a demostrarse que él era de los escogidos logrando, precisamente, el éxito en este mundo. De manera que la parte del alma europea que discurrió por el cauce abierto en los países protestantes fue la que recorrió más decididamente el trayecto que habría de desembocar en la atención a las cosas de este mundo, en el estudio de los hechos de la naturaleza y, finalmente, en la revolución científica.
Mientras tanto, otra parte de esa alma colectiva prefirió seguir atendiendo las demandas del mundo interior. Por ejemplo, la España de los místicos. Un místico es un ser que escoge dedicar su vida prioritariamente a la contemplación y a la oración, es decir a seguir el camino por el que ha de accederse a aquella verdad que, según San Agustín, habita en lo interior. Y así, decía Santa Teresa en “Las Moradas del Castillo Interior” que su intención era, precisamente, “buscar a Dios en lo interior (que se halla mejor y más a nuestro provecho que en las criaturas, como dice San Agustín que le halló, después de haberle buscado en muchas partes)”. Y es que, dijo también en cierta ocasión: “Yo soy muy aficionada a san Agustín”. En consecuencia, proponía asimismo en “Las Moradas” que hay que “aconsejar al alma que entre dentro de sí; pues esto mismo es”, contrarrestando de esa manera el hecho de que “hay almas tan enfermas y mostradas a estarse en cosas exteriores, que no hay remedio ni parece que pueden entrar dentro de sí”. Santa Teresa veía, sin acabar de entenderlo al principio, cómo discurrían en competencia los caminos mundanos y los que conducían al castillo interior: “Yo veía, a mi parecer, las potencias del alma empleadas en Dios y estar recogidas con El, y por otra parte el pensamiento alborotado: traíame tonta”. Pero como quien no quiere la cosa, uno acaba deslizándose finalmente con cierta facilidad hacia lo interior: “Sin quererlo, se hace esto de cerrar los ojos y desear soledad; y sin artificio, parece que se va labrando el edificio para la oración que queda dicha; porque estos sentidos y cosas exteriores parece que van perdiendo de su derecho porque el alma vaya cobrando el suyo que tenía perdido”. Aunque advierte también que la retirada al interior puede ser excesiva y perturbadora, así que recomienda a sus monjas: “Por eso tengan aviso que cuando sintieren esto en sí (ese exceso), lo digan a la prelada y diviértanse lo que pudieren y hágalas no tener horas tantas de oración sino muy poco, y procure que duerman bien y coman, hasta que se les vaya tornando la fuerza natural, si se perdió por aquí. Si es de tan flaco natural que no le baste esto, créanme que no la quiere Dios sino para la vida activa, que de todo ha de haber en los monasterios; ocúpenla en oficios, y siempre se tenga cuenta que no tenga mucha soledad, porque vendrá a perder del todo la salud”. Sin embargo, a medida que uno avanza en la sucesión de moradas que conducen al éxtasis, el deseo de soledad y el retiro parece que se imponen: “En las sextas moradas (es) adonde el alma ya queda herida del amor del Esposo y procura más lugar para estar sola y quitar todo lo que puede, conforme a su estado, que la puede estorbar de esta soledad”. También expresa esto mismo Santa Teresa en estos versos:
“Dichoso el corazón enamoradoque en solo Dios ha puesto el pensamiento:por Él renuncia a todo lo criado,y en Él halla su gloria y su contento;aun de sí mismo vive descuidadoporque en su Dios está todo su intento,y así alegre pasa y muy gozosolas ondas de este mar tempestuoso”
El camino escogido por Santa Teresa era en todo semejante al de San Juan de la Cruz, nuestro otro gran místico, el cual también recomendaba olvidarse del mundo y volcarse hacia lo interior, como evidencia en estos versos en los que concreta su propuesta:
"Olvido de lo criado,memoria del Criador,atención a lo interiory estarse amando al Amado".
Y también en estos otros en los que muestra que para él el mundo del espíritu lo representa todo, y procede dejar en nada todo lo demás:
"Para venir a gustarlo todono quieras tener gusto en nada,para venir a poseerlo todo,no quieras poseer algo en nada”
O también:
“Mi alma está desasida
de toda cosa criada,
y sobre sí levantada,
y en una sabrosa vida
sólo en su Dios arrimada”
La experiencia cumbre que el místico espera alcanzar es la del éxtasis, y en ello coincide con las aspiraciones de todos los que, no solo por la vía de la religión, sino también de la magia, han aspirado a trascender la realidad del mundo y vislumbrar en alguna medida, ya aquí en la tierra, esa otra realidad supramundana a la que aspiran. Los medios puestos en práctica por los místicos de todos los tiempos para acceder a esa experiencia sublime han variado: desde la retirada al desierto o la anulación de toda experiencia sensorial, a la ingestión de drogas (el vino de la comunión sería un recuerdo de otros métodos más expeditivos que el dios Baco preferiría, y el que, de modo más burdo, compulsivo y también autodestructivo, ponen en práctica todos los consumidores de drogas) o también la repetición monótona de danzas, salmos u oraciones que acabe produciendo el estado hipnótico necesario que desemboque en el consiguiente estado alterado de conciencia que significa el éxtasis. Santa Teresa propone, para acceder a él, el camino de la oración: “la puerta para entrar en este castillo es la oración”, dice también en “Las Moradas”.
¿Y en qué consiste la experiencia del éxtasis? ¿Qué es lo que se siente allá en el castillo interior y que atrae de esa manera a tantos desencantados del mundo? Santa Teresa, en un lenguaje un tanto alejado de los modos actuales de expresión, lo describe así: “No penséis que es cosa soñada (…) Digo soñada, porque así parece (que) está el alma como adormezida, que ni bien parece está dormida ni se siente despierta. Aquí (es preciso) estar todas dormidas, y bien dormidas, a las cosas del mundo y a nosotras mismas (…); en fin, como quien de todo punto ha muerto al mundo para vivir más en Dios, que así es: una muerte sabrosa, un arrancamiento del alma de todas las operaciones que puede tener estando en el cuerpo; deleitosa, porque aunque de verdad parece se aparta el alma de él para mejor estar en Dios, de manera que aun no sé yo si le queda vida para resolgar (ahora lo estaba pensando y paréceme que no), (…) quédase espantado de manera que, si no se pierde del todo, no menea pie ni mano, como acá decimos de una persona que está tan desmayada que nos parece está muerta”. Se trata de un estado de arrobamiento, pues, que lleva al desprendimiento o desapego respecto de todo lo que queda aquí, en la realidad de cada día, como decía San Juan de la Cruz, descuidado:
“Quedéme y olvidéme,el rostro recliné sobre el Amado,cesó todo y dejéme,dejando mi cuidadoentre las azucenas olvidado”
Quizás no haya habido modo más bello de describir el éxtasis que los versos que San Juan de la Cruz dedicó a ello. También en estos otros:
“Mi alma se ha empleado,
y todo mi caudal en su servicio;
ya no guardo ganado,
ni ya tengo otro oficio,
que ya sólo en amar es mi ejercicio”
(…)
“En una noche oscura,
con ansias, en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!,
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada”
(…)
“Yo no supe dónde estaba,
pero, cuando allí me vi,
sin saber dónde me estaba,
grandes cosas entendí;
no diré lo que sentí,
que me quedé no sabiendo,
toda ciencia trascendiendo”
La psicología dinámica, la que trata de explicar la estructura de nuestra personalidad en función del conjunto de nuestra trayectoria biográfica, cuenta con una experiencia original a la que resulta posible remitir, con algunos matices, esta otra del éxtasis. Efectivamente, el primer ámbito en el que resultó posible ese abandono de toda preocupación, esa especie de flotación o levitación sucedánea en un medio en el que parece no existir la ley de la gravedad, ese adormecimiento de toda sensación corporal en una suave penumbra o noche oscura, y en donde uno siente que se sale de su envoltura corporal… parece evidente que fue el ámbito intrauterino, y en el extremo, la nada recién abandonada, lo que nos lleva a concluir que esa sería en última instancia la referencia de todas nuestras nostalgias. No solo las religiones entienden el hecho de nacer como una caída, sino que parece que esa entrada en el reino de la gravedad que significa aterrizar en este mundo, es generalmente considerado como traumático (no exactamente como trauma psicológico para empezar; los únicos registros que puede tener un recién nacido son más bien fisiológicos todavía, pero su huella será recuperada cuando sea posible elaborar psicológicamente aquel recuerdo). María Zambrano llegaba a decir incluso: “La tragedia única es haber nacido (…) El delito peor del hombre es haber nacido”. Y Ortega y Gasset confirmaba: “Formamos parte de una realidad sucedánea y decaída”. León Felipe, por su parte, declaraba en estos versos:
“Y me ha parecido siempre que el que nace, el que llega, llega como forzado...que alguien lo empuja por detrás, que lo echan a puntapiés y puñetazosde algún sitio, y le arrojan aquí... que por eso aparece llorando”
Así es posible entender el lamento del Job de la Biblia ante las dificultades de la vida:“¿Por qué no quedé muerto desde el seno? ¿Por qué no expiré recién nacido? (...) Ahora dormiría tranquilo, y descansaría en paz”. Cioran concluye en fin: “Sólo me seduce lo que me precede, lo que me aleja de aquí, los innúmeros instantes en que yo no fui: lo no-nato, en suma”.
Así pues, aquello de lo que más tenemos nostalgia, la paz que disfrutamos en el seno materno y de lo que el éxtasis viene a ser evocación, es algo que linda con el no ser. Mientras que vivir significa entrar en el reino de la inseguridad, de la inquietud, del desasosiego, los místicos aspiraban a alcanzar ese estado de regresión que les devolvería a la paz prenatal. Santa Teresa hablaba precisamente de “la poca seguridad que podemos tener mientras se vive en este destierro”. Pero es que, como decía Ortega, “nuestra vida es afán de ser precisamente porque es al mismo tiempo, en su raíz, radical inseguridad”. Precisamente es esto lo que hace que la vida, y comprobarlo resulta especialmente dramático, sea algo percibido con hostilidad, o al menos frustración, por los místicos. Así lo expresa Santa Teresa en versos como estos:
“¡Cuán triste es Dios míola vida sin ti!Ansiosa de vertedeseo morir(…)La vida terrenaes continuo duelo:vida verdaderala hay sólo en el cielo.Permite Dios míoque viva yo allí.Ansiosa de verte,deseo morir.”
Y famosos son asimismo estos otros versos cuya paternidad es dudosa, pues se los atribuyen tanto a Santa Teresa como a San Juan de la Cruz:
“Vivo sin vivir en mí
y de tal manera espero,
que muero porque no muero.
(…)
Oye mi Dios, lo que digo,
que esta vida no la quiero,
que muero, porque no muero...”
Así pues, la experiencia del éxtasis al que aspiran los místicos está en la dirección de regreso de la vida, y para alcanzarlo es preciso renunciar a la propia individualidad, que está hecha de ingredientes incompatibles con el abandono de sí mismo necesario para alcanzarlo. Abandono que vendría a ser del mismo tipo que aquel que el bebé siente en el regazo protector de la madre, y para llegar al cual, los místicos proponen esa forma de necesaria auto anulación que significa el voto de obediencia, la obediencia absoluta. Y así, Santa Teresa recomendaba: “Lo que me parece nos haría mucho provecho a las que por la bondad del Señor están en este estado (…), es estudiar mucho en la prontitud de la obediencia; y aunque no sean religiosos, seria gran cosa como lo hacen muchas personas tener a quien acudir para no hacer en nada su voluntad, que es lo ordinario en que nos dañamos”. Aún más expresivos resultan en este sentido estos versos de Charles de Foucauld, místico contemplativo, referente contemporáneo de la llamada “espiritualidad del desierto”:
“Padre, me pongo en tus manos,
haz de mí lo que quieras,
sea lo que sea, te doy las gracias.
Estoy dispuesto a todo,
lo acepto todo,
con tal que tu voluntad se cumpla en mí,
y en todas tus criaturas.
No deseo nada más, Padre.
Te confío mi alma,
te la doy con todo el amor
de que soy capaz,
porque te amo.
Y necesito darme,
ponerme en tus manos sin medida,
con una infinita confianza,
porque Tú eres mi Padre”
Bien, pues llegando al capítulo de las conclusiones, se trataría de comprender que no resulta inocuo que en la construcción de nuestra imagen de nosotros mismos como españoles, la mística tenga la potencia que tiene, y que nos obliga a relegar la imagen que los tiempos exigían asumir en aquella Europa del siglo XVI y que tuvo su continuidad a lo largo de la historia que va de entonces hasta ahora. Seguramente que la perspectiva que entonces dominó en Europa era incompleta, hemipléjica, y que la vida interior no es prescindible en una visión completa del hombre. De hecho, Ortega y Gasset resalta la visión que la filosofía ha aportado en estos últimos tiempos, según la cual no es la atención exclusiva al mundo externo (la que, por otro lado, nos ha permitido recorrer una era de enormes e indiscutibles avances científicos) la que habría de servir para construir una imagen adecuada del hombre, sino que esta debería poder conjugar tanto nuestra vida interior como la atención al mundo exterior, tanto el ensimismamiento como la alteración, para expresar lo cual Ortega prestó algunas formulaciones, como la siguiente: “Vivir significa tener que ser fuera de mí”. O bien: “Existencia (...) significa (...) ejecución de una esencia (...) fuera de mí”. O, en fin, la suficientemente conocida de “yo soy yo y mi circunstancia”. De todo ello resulta que aquella regresión que llevaba a los místicos en la dirección contraria, la de amputar la parte de sí que lleva hacia el mundo, es un lastre que sobrelleva con excesivo beneplácito nuestra imagen colectiva y del que, sin embargo, deberíamos poder desprendernos.