Daniel de Pablo Maroto, ocd
“La Santa” (Ávila)
El día 16 de julio celebra la Iglesia católica la festividad de la Virgen del Carmen, que “tiene altares en todo confín”, como dice una vieja canción. La orden de los carmelitas y los carmelitas descalzos, herederos de la fundadora Teresa, la tienen por patrona principal y la siguen celebrando en todas sus iglesias de frailes y monjas con toda solemnidad. Desde Ávila hago memoria de Santa María del Carmelo y de Teresa de Jesús, que la tuvo por madre desde la adolescencia, llenando de gozo y esperanza su orfandad, por guía espiritual en el convento de La Encarnación y por Patrona de su Reforma del Carmelo.
La piedad mariana la heredó de su madre, que enseñó a sus hijos a rezar el rosario al amor de la lumbre en su hogar de Ávila. Después, el relato tardío de su vida, tan minucioso en aventuras humanas y místicas, se puebla de referencia a la Virgen Nuestra Señora, la Reina del Carmelo, y otras apelaciones llenas de ternura filial, pero sin mayores explicaciones de cuándo y cómo se colmó su alma de espiritualidad mariana.
Sugiero que fue el descubrimiento de Cristo en la oración interiorizada que le enseñaron las agustinas del convento de Santa María de Gracia, quien la condujo desde jovencita a un encuentro profundizado con su Madre, la Virgen María (Vida, 9, 4; cf. 9, 7 y 3, 4). El proceso que va de Cristo a María es coherente en un camino espiritual que se recorre por grados y que en ella culminó en experiencias místicas también de contenido mariano.
Pero, ciertamente, donde se desarrolló su profunda piedad mariana fue en el convento de La Encarnación, de monjas carmelitas, donde ingresó en 1535. Aunque parezca mentira a los que desconocen la verdadera historia de su vocación, ella fue una de tantas jóvenes que se refugiaron en el convento “para remediarse”, no por falta de recursos económicos ni de pretendientes para casarse; pero ciertamente no fue por amor a Cristo ni a María, sino para asegurarse la salvación eterna. No nos atreveríamos a decirlo tan claramente si ella misma no lo hubiese confesado con tanta honradez, sencillez y humildad: “En este movimiento de tomar estado, más me parece me movía un temor servil que amor”. “Como no había amor de Dios que quitase el amor del padre y parientes… me dio ánimo contra mí, de manera que lo puse por obra” (Vida, 3, 6 y 4, 1). Estas son las razones que ella alega, y el historiador intuye alguna más también de orden mundano y familiar, ciertamente no santas. La madurez espiritual saneó sus intenciones primeras.
Pero dejemos este preámbulo de su vocación y situémonos en el interior del convento de La Encarnación, la verdadera escuela de su marianismo cultural y devocional. La orden del Carmen, a la que pertenecía el convento, había nacido en Palestina, tierra de Jesús y de María en los comienzos del siglo XIII; sus primeros frailes observaron una Regla que obligaba a vivir “en obsequio de Jesucristo” y no hace alusión alguna a la Virgen María. Y, sin embargo, los teólogos de la orden, desde muy temprano, proclamaron que el Carmelo era Todo de María. ¿Qué ha sucedido en la historia? ¿En qué se fundaron los teólogos carmelitas para proponer un aparente cambio en la dirección de su vida espiritual desde el culto a Cristo al de María? Sencillamente explicitaron lo que estaba incluido implícitamente en la Regla.
La regla de vida fue escrita e impuesta a los ermitaños del monte Carmelo en el contexto de una mentalidad feudal en la que domina un señor de la tierra. Pues bien, el Señor de Palestina era Jesucristo, su tierra natal que la posee como Señor de todo y, junto a Jesús, está su madre, María. Las dos figuras, Cristo y María, eran para ellos inseparables. La tierra de Jesús era también para ellos la tierra de María, la Señora del lugar y Madre de los carmelitas. El “vasallaje” que los cruzados occidentales rendían a sus señores se lo ofrecen ahora a Jesucristo y a su madre María.
Fundados en esa razón, al menos desde mediados del siglo XIII, aquellos ermitaños rindieron un culto especial a la Virgen María edificando en medio de sus rústicas celdas un oratorio dedicado a ella. La rudimentaria capilla de los orígenes se convirtió, en la segunda mitad del siglo XIII, en una espléndida iglesia gótica dedicada a la Virgen del Carmen. El convento de frailes, que se construyó junto a la iglesia en torno al 1263, y todo aquel grandioso complejo -iglesia y convento- del Wadi ‘Ain Es-Siah, fue abandonado precipitadamente en 1291 al conquistar el lugar los sarracenos.
La Madre Teresa, cuando pensó en renovar la orden del Carmen, recordó con nostalgia la vida de ascesis y oración contemplativa de aquellos antiguos ermitaños del Monte Carmelo y en ellos se miró como en un espejo lejano, soñó con aquellas soledades llenas de misteriosas resonancias y quiso implantarlas en su primer convento, el de San José, y después en las demás fundaciones de monjas y de frailes, ellas para orar y contemplar y ellos para idéntico quehacer y para extender el reino de Dios en las múltiples acciones apostólicas.
Y la última pregunta: ¿Dónde y cómo entró en contacto la madre Teresa con aquellas esencias marianas del Carmelo? Existe un libro misterioso que casi con toda seguridad leyó en La Encarnación porque era venerado como un libro fundamental de formación de frailes y de monjas y era considerado como la antigua Regla de la orden, La institución de los primeros monjes, escrita en el siglo XIV por el carmelita Felipe Ribot. Allí conectó con muchos de las tradiciones y leyendas fantásticas de la orden, de su antigüedad en conexión con los herederos del profetas Elías, la relación de los ermitaños con la Sagrada Familia de Nazaret, María inmaculada figurada en la nubecilla que vio Elías surgir de las aguas salobres del Mediterráneo, etc.
Y, sobre todo, la vinculación singular de los antiguos frailes con la Virgen María hasta poder considerarse Hermanos de la Bienaventurada Virgen María del Monte Carmelo porque ella vivió la virginidad como lo profesaban los carmelitas, título que se apropiaron los frailes en su paso a Occidente y por lo que fueron muy combatidos.
Teresa se consideró “hija”, “esclava” y “protegida” por la madre y ese sentimiento se lo trasmitió a sus hijas e hijos. El título que da a María es muy significativo y va mucho más allá del oficial asignado a su Reforma: “Señora y Patrona” del Carmelo”. En consecuencia, todo lo que pertenece a la vida de la Reforma hace referencia a María del Monte Carmelo: el hábito, que indignamente viste; las casas que funda, la Regla de vida a cuyos orígenes quiere volver para “renovarla”, los conventos de su Reforma son “palomarcitos” de la Virgen, los miembros del Carmelo reformado, monjas y frailes, todo es una prueba evidente de que la Reforma está consagrada a María en la que es madre y maestra. ¡Ojalá que la numerosa familia del Carmelo, monjas, frailes y laicos, no pierda de vista este lejano, pero siempre actual, modelo que es la Virgen del Carmen!
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