María del Puerto Alonso, ocd Puzol
Hablar de Santa Teresita y de la misericordia de Dios es una misma cosa. Santa Teresita es conocida por su ofrenda al amor misericordioso de Dios en una época en la que las personas creyentes en Francia se ofrecían a la justicia divina como pararrayos de la “ira de Dios” y como pago en desagravio de los pecados, blasfemias y ultrajes cometidos.
¿Pero cómo y por qué llegó Teresita a cambiar tan radicalmente su mentalidad en el ambiente reinante, convirtiéndose en generadora de una nueva espiritualidad de la Misericordia divina?Ciertamente, no es poca la influencia que tiene su infancia en esta novedosa manera de volver al Evangelio y comprender a Dios como un Dios de amor. Sus santos padres Luis y Celia, fueron un ejemplo vivo de misericordia. En ellos encontró Teresita un reflejo del Dios amor.
Los santos Luis Martin y Celia Guerin fueron un matrimonio ejemplar en muchos aspectos. Trabajadores (relojero él, bordadora de encaje de Alençon ella), piadosos, amantes de la familia… eran amados y admirados por el resto de la familia por su forma de vivir las alegrías y las contrariedades de la vida.
El matrimonio Martin tuvo muchos sufrimientos a lo largo de su vida. El más amargo para ambos fue el de la muerte que fue segando la vida de cuatro de sus hijos en breve tiempo. Primero, el pequeño Joseph que nace y muere en 1866. Le sigue el segundo Joseph, que nace en diciembre de 1867 y muere en agosto del año siguiente. En menos de diez días, muere el padre de Celia. Ella escribe: “Tengo el corazón destrozado por el dolor, y, al mismo tiempo, lleno de un consuelo celestial”. Deciden no pedir más hijos varones a Dios, sino solamente que se cumpla su Voluntad, aunque ambos desean un hijo sacerdote y misionero. Año y medio después, reciben el duro golpe de la muerte de su hijita Elena, que tenía cinco años y medio. Cuando Luis ve a su hija muerta, no puede evitar gritar llorando: “¡Mi pequeña Elena, mi pequeña Elena!”. Pero luego, los dos se la ofrecen al Señor. Posteriormente, el 16 de agosto de 1870, nace la primera Teresa. No pudiendo amamantarla, la llevan a una nodriza que no la cuida suficientemente. La niña fallece en las rodillas de su madre. Todas estas muertes las viven con gran espíritu de fe, sin dejar de creer en el “buen Dios” que vela por ellos y los ama. Y por si esto fuera poco, un mes después estalla la guerra. Guerra que los franceses perderán. Cuando tengan que acoger en su casa nueve soldados enemigos, Celia le da unos dulces y unos consejos a uno de ellos que lo necesita. En cuanto a Luis, retira la denuncia hecha a otro soldado que le roba en la relojería, cuando sabe que puede tener de castigo la pena de muerte.
No son dos “beatos” que rezan y soportan las calamidades sin más. Ambos son activos en su caridad con el prójimo. Luis encuentra una familia en la calle. La acogen, dan de comer y buscan un trabajo para el padre. También separa, en diversas ocasiones, a hombres que encuentra peleándose con navajas. Buen nadador, salva a varias personas de ahogarse y es bombero voluntario, salvando en una ocasión a una anciana de las llamas. Pide limosna por un vagabundo, recoge a un borracho por la calle y vuelve a verlo al día siguiente para tratar de disuadirlo de su mala conducta. Su esposa, a su vez, acoge y aloja en su casa a personas desvalidas y las ayuda con su dinero en muchas ocasiones. También, como empresaria, trata a sus empleadas con equidad y justicia. En una ocasión, tiene conocimiento de los malos tratos que sufre una niña por parte de dos falsas religiosas. Pone la denuncia y está a punto de ser acusada de falsa denuncia, cuando logra que entrevisten a la niña lejos de esas dos mujeres. La niña, que, asustada, había negado todo, cuenta por fin la verdad. “El Señor –así lo creo– ha puesto su mano en este asunto”. Cuando, posteriormente, la niña se echa a perder, a pesar de todo, y las dos mujeres murmuran contra los Martin, Celia escribe: “humanamente, no resulta alentador hacer el bien. Con que este desgraciado asunto me valiese una mirada misericordiosa del Cielo, ya me sentiría bien pagada”.
Ninguno de los dos se libra de la influencia jansenista de la época, y así, por ejemplo, Celia teme que Dios se lleve a su hija Teresita por no ponerle el nombre de Francisca, como había prometido su hermana religiosa a san Francisco de Sales.
Hija de estos santos que obran y viven la misericordia de Dios de tal manera, no es de extrañar que, ya de niña, Teresita tuviese un episodio con el catecismo de entonces que decía que el bautismo es necesario para salvarse y que los niños que mueren sin bautizar “no verán jamás a Dios durante toda la eternidad”. Teresita se lo discute a la madre San Francisco de Sales: “¡Pero si no han pecado!”. Y pensando que no hay mayor desgracia que no ver a Dios por toda la eternidad y que Dios lo puede todo, exclamará: “¡Pues si Dios lo puede todo, en su lugar yo me dejaría ver!”.
Hemos visto cómo Teresita tenía en sus padres un vivo ejemplo de la misericordia de Dios. En ambos vio, desde su más tierna infancia, el reflejo de un Dios amoroso y entregado a las personas.
¿Cómo es posible entonces que Teresita conociese la “terrible enfermedad de los escrúpulos”?. Así nos lo narra ella: “Durante los ejercicios espirituales de mi segunda Comunión me asaltó la terrible enfermedad de los escrúpulos. Es un martirio que no se puede comprender si no se ha vivido, explicar lo que sufrí durante un año y medio me sería imposible. Todos mis pensamientos y mis acciones más sencillas se convirtieron para mí en fuente de turbación, tan solo podía descansar diciéndoselo a María, lo cual me costaba mucho, pues me sentía obligada a decirle incluso los pensamientos extravagantes que tenía sobre ella misma. En cuanto podía depositar ese peso, saboreaba un instante de paz, pero esa paz era como un relámpago y mi martirio volvía a empezar” (Ms A, 39rº).
¿A qué se debió esta etapa de sufrimiento de una niña? No fueron sus padres, ni las monjas, sino el abate Domin, capellán de las monjas, que dirigirá el retiro de las 18 niñas que realizan su segunda comunión. Este padre les había dado el retiro de la primera comunión y Teresa había apuntado cosas como esta: “El señor abate nos ha hablado de la muerte y nos ha dicho que no había manera de hacernos ilusiones, que era segurísimo que teníamos que morir, y que quizás habría alguna que no terminase el retiro”. Y también “El señor abate nos ha hablado de la primera comunión sacrílega. Nos ha dicho cosas que me han dado mucho miedo”. En las notas de Teresa de su segundo retiro con este padre, también se atisba un poco de lo que debió de ser aquello: “Lo que el señor abate nos ha dicho era muy aterrador, nos ha hablado del pecado mortal; nos ha explicado el estado del alma que está en pecado en muerte y lo que Dios la odia, la ha comparado a una palomita hundida en el barro y que ya no puede volar por culpa de ello somos exactamente igual cuando estamos en estado de pecado mortal y no podemos elevar nuestra alma hacia Dios”.
Leyendo estas notas, no puede menos que venir al recuerdo su imagen del pajarillo en la Historia de un alma… una imagen bien distinta con un Dios muy diferente. Teresita amaba a los pájaros desde su infancia y hacía pequeños cementerios en el colegio para los pajaritos muertos. También tenía una pajarera en su casa, según ella “con gran número de pájaros” cuyo canto aturdía a los visitantes. Con su agudo ingenio, observaba estas criaturas de Dios y sacaba sus conclusiones. Pero volvamos al texto de Teresita y el pajarillo, en el que se dirige a Jesús:
“…yo sé, y tú también lo sabes, que muchas veces la imperfecta criaturita, aun siguiendo en su lugar (es decir, bajo los rayos del Sol), acaba distrayéndose un poco de su único quehacer: coge un granito acá y allá, corre tras un gusanito…; luego, encontrando un charquito de agua, moja en él sus plumas apenas formadas; ve una flor que le gusta, y su espíritu débil se entretiene con la flor… En una palabra, el pobre pajarito, al no poder cernerse como las águilas, se sigue entreteniendo con las bagatelas de la tierra. Sin embargo, después de todas sus travesuras, el pajarillo, en vez de ir a esconderse en un rincón para llorar su miseria y morirse de arrepentimiento, se vuelve hacia su amado Sol, expone a sus rayos bienhechores sus alitas mojadas, gime como la golondrina; y, en su dulce canto, confía y cuenta detalladamente sus infidelidades, pensando, en su temerario abandono, adquirir así un mayor dominio, atraer con mayor plenitud el amor de Aquel que no vino a buscar a los justos sino a los pecadores…
Y si el Astro adorado sigue sordo a los gorjeos lastimeros de su criaturita, si sigue oculto…, pues bien, entonces la criaturita seguirá allí mojada, aceptará estar aterida de frío, y seguirá alegrándose de ese sufrimiento que en realidad ha merecido…
¡Qué feliz, Jesús, es tu pajarito de ser débil y pequeño! Pues ¿qué sería de él si fuera grande…? Jamás tendría la audacia de comparecer en tu presencia, de dormitar delante de ti…”
Aquí la ya madura Teresita no teme mostrarse ante Dios con sus distracciones y “travesuras”. Pero no llora su miseria… sino que confía amorosamente en su Sol (Dios). Con su confianza espera atraer el amor del que “no vino a buscar a los justos sino a los pecadores” (Cf. Lc 5,32 y Mc 2,17), es decir, a Jesús. Aquí ya encontramos una veta profunda de la confianza de Teresita en la misericordia de Dios, de la que hablaremos con detenimiento más adelante. ¿De dónde le viene? Sin duda alguna de su inmersión en la Sagrada Escritura. El pajarillo repasa las misericordias de Dios en la vida de Jesús y termina exclamando:
“Jesús, déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud, déjame, sí, que te diga que tu amor llega hasta la locura… ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo va a conocer límites mi confianza…?”.[1]
Cuando Teresita es una adolescente, llega su famosa “conversión” de la noche de Navidad. Otra de las muchas misericordias de Dios, que nos narra en su Historia de un alma:
“Aquella noche de luz comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo… La obra que yo no había podido realizar en diez años Jesús la consumó en un instante, conformándose con mi buena voluntad, que nunca me había faltado.
Yo podía decirle, igual que los apóstoles: «Señor, me he pasado la noche bregando, y no he cogido nada». Y más misericordioso todavía conmigo que con los apóstoles, Jesús mismo cogió la red, la echó y la sacó repleta de peces… Hizo de mí un pescador de almas, y sentí un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores, deseo que no había sentido antes con tanta intensidad… Sentí, en una palabra, que entraba en mi corazón la caridad, sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás, ¡y desde entonces fui feliz…!”
La caridad entra en su corazón. Ya veremos cómo la practicó en el convento.
Poco tiempo después, sucedió el conocido caso del criminal Pranzini. Mientras que la sociedad y los periódicos no dudaban en condenar al que llamaban “monstruo”, Teresita ve en él a su primer “hijo” y lo mira con la ternura de una madre:
“En el fondo de mi corazón yo tenía la plena seguridad de que nuestros deseos serían escuchados. Pero para animarme a seguir rezando por los pecadores, le dije a Dios que estaba completamente segura de que perdonaría al pobre infeliz de Pranzini, y que lo creería aunque no se confesase ni diese muestra alguna de arrepentimiento, tanta confianza tenía en la misericordia infinita de Jesús; pero que, simplemente para mi consuelo, le pedía tan sólo «una señal» de arrepentimiento…”
Pranzini besa el crucifijo, lo que para el periodista de La Croix es un signo de que “quizás ese último beso haya satisfecho la justicia divina”. Para Teresita no hay ninguna duda y se apoya de nuevo en su experiencia sobre el amor de Jesús en la tierra “… Después su alma voló a recibir la sentencia misericordiosa de Aquel que dijo que habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por los noventa y nueve justos que no necesitan convertirse…”.
No se trata de los sueños idílicos de la adolescencia, es la base de su creencia en la misericordia infinita de Dios para con todas sus criaturas. Así lo describe en su recreación: La huida a Egipto, donde narra el encuentro de la Sagrada Familia con unos bandidos por el camino. Allí, bajo el disfraz de una representación teatral recreativa, Teresita expone como mujer madura su creencia en la misericordia de Jesús incluso para el criminal y el ladrón. Providencialmente, Jesús, María y José se hospedan en la cueva donde yace enfermo el bebé Dimas, que será en el futuro el “buen ladrón” que morirá en la cruz junto a Jesús. Los hermosos diálogos entre los padres de Dimas y los de Jesús van apoyando la apuesta de Teresita de que Dios viene a salvar y perdonar[2]. Primero, la Virgen se maravilla de que hayan reconocido en Jesús el Mesías: “¡Oh! ¡Maravilla de la misericordia de Dios, que se oculta a los sabios y a los doctos para revelarse a los pequeños, a las ovejas errantes e infieles!…”. Más adelante, pone en labios de María una exhortación sobre los Santos Inocentes, aquellos niños que murieron en Belén asesinados por Herodes. ¿Quizás recordaba Teresita su rebeldía infantil a creer que los niños sin bautizar no se salvaban?:
“Si Jesús ha permitido que fueran segados en su inocencia los dichosos niños de su edad es con el fin de ponerlos a salvo y formar con ellos su corte de honor. La vida más larga no es más que un sueño durante el cual, muy frecuentemente, ¡ay! los hombres dejándose extraviar por el apego a las vanidades de la tierra, olvidan que tienen un alma creada a imagen de Dios. Por eso, Jesús ha usado de una gran misericordia retirando del mundo a la falange infantil que ahora goza del reposo eterno”.
También vemos aquí un reflejo del pensamiento de sus santos padres cuando tuvieron que afrontar la muerte de cuatro de sus hijos… Dios siempre obra con “gran misericordia”, incluso en estos casos.
Al final de la obra, Susanna (madre de Dimas) teme que su hijo siga la senda de la perdición de su padre. Y de nuevo, pone en labios de María, la respuesta tan actual:
“Sin duda, esos que amáis ofenderán al Dios que les ha colmado de beneficios; sin embargo, tened confianza en la misericordia infinita de Dios; ella es lo suficientemente grande para borrar los más grandes crímenes cuando encuentra un corazón de madre que deposita en ella toda su confianza. Jesús no desea la muerte del pecador, sino que se convierta y viva eternamente. Este Niño que, sin esfuerzo, acaba de curar a vuestro hijo de la lepra, lo curará un día de una lepra mucho más dañina… Entonces, un simple baño no bastará; será necesario que Dimas sea lavado en la sangre del Redentor…. Jesús morirá para dar la vida a Dimas y éste entrará el mismo día que el Hijo de Dios en su reino Celestial”.
También San José habla en esta recreación y expone:
“…este Dios de bondad y de misericordia recompensará magníficamente, no solo las brillantes acciones realizadas en su honor, sino hasta los simples deseos de servirle y de amarle. Y es que Él lo ve todo, su ojo penetra el fondo de los corazones, los más recónditos pensamientos no le están ocultos, y, como dice el profeta Isaías: «El Señor no juzgará de vista, no condenará de oídas, sino que juzgará a los pobres con justicia. Se declarará el justo vengador de los humildes, que son oprimidos en la tierra. El mismo Dios vendrá y los salvará»”.
Los ladrones responden con estupor y emoción a estas palabras, y Susanna les ruega que no vuelvan a su vida de desórdenes.
Pranzini no será el único “pecador público” por el que rezará en su vida Teresita. Leo Táxil y el ex Padre Jacinto Loison, un excarmelita, serán otros de los pecadores por los que rezará Teresita de forma muy intensa. No recibirá ninguna señal celeste de su conversión. Sin embargo, ella sigue creyendo en la misericordia de Dios para con ellos. El primero es un ateo que se burla de creyentes con engaños[3], el segundo ha dejado la orden y la fe católica para ir con su mujer dando conferencias por toda Francia. De él, escribe Teresita en una carta a su hermana: (Cta. 129)
“Celina querida, él es muy culpable, más culpable tal vez de lo que lo ha sido nunca un pecador que se haya convertido; ¿pero no puede hacer Jesús lo que todavía no ha hecho nunca? Y si no desease hacerlo, ¿habría puesto en el corazón de sus pobres esposas un deseo que no pudiese convertir en realidad…? No, una cosa es cierta: que él desea todavía más que nosotras volver al redil a esta pobre oveja descarriada. Llegará un día en que Jesús le abrirá los ojos, y entonces ¡quién sabe si no recorrerá toda Francia con un fin completamente distinto del que hoy se propone! No nos cansemos de orar. La confianza hace milagros, y Jesús dijo a la beata Margarita María: «Un alma justa tiene tanto poder sobre mi corazón, que puede alcanzar de él el perdón para miles de criminales». Nadie sabe si es justo o pecador. Pero, Celina, a nosotras Jesús nos concede la gracia de sentir en lo hondo del corazón que preferiríamos morir antes que ofenderle. Y además, no son nuestros méritos, sino los de nuestro esposo, que son nuestros, los que ofrecemos a nuestro Padre del cielo, para que nuestro hermano, un hijo de la Santísima Virgen, vuelva, vencido, a arrojarse bajo el manto de la más misericordiosa de todas las madres…”
Este “nuestro hermano” recuerda a la parábola del Hijo pródigo. Teresita no olvida que es su hermano, como le sucede al hijo mayor. Teresita ofreció por él su última comunión en 1897, el 19 de agosto, día en que se festejaba entonces a San Jacinto[4].
Cuando Teresita entra en el Carmelo, sale de un ambiente sobreprotegido y tan especial en su caso como el de la familia[5], para formar parte de un convento donde hay de todo: monjas buenas y menos buenas, más y menos sanas psicológicamente hablando. Desde el principio, la joven afronta con madurez las limitaciones de sus hermanas y las mira desde la perspectiva de la misericordia. La caridad había entrado en ella con el asunto de Pranzini. Pero es en el Carmelo donde va a tener que practicarla de modo heroico.
Comenzó por “virtudes pequeñas” que dice ella, como doblar las capas que se dejaban olvidadas las hermanas y “prestarles todos los pequeños servicios que podía”. También, siendo tan solo una novicia, trataba con suma delicadeza a una anciana a la que había que llevar al comedor cada día. La monja temía si Teresita iba demasiado deprisa, pero también si le parecía que iba demasiado despacio. Temía que no la sujetase bien, pero protestaba si notaba que la sujetaba con demasiada fuerza…. En fin, Teresita misma sabía, cuando se ofreció a hacer ese servicio, que “Sor San Pedro” era muy difícil de contentar. En el comedor había que seguir todo un ritual en el que cada cosa debía ser hecha de un modo determinado (sentarla, subirle las mangas del hábito…). Teresita descubrió que le costaba cortarse el pan, y desde entonces se lo hacía ella y se despedía siempre con su “más hermosa sonrisa”. Esto último le ganó por completo las simpatías de la hermana. Teresita nos explica por qué nos ha narrado todo esto:
“Madre querida, quizás le extrañe que le haya escrito este pequeño acto de caridad que tuvo lugar hace tanto tiempo. Si lo he hecho, es porque, gracias a él, tengo que cantar las misericordias del Señor. Dios ha querido que conserve este recuerdo como un perfume que me mueve a practicar la caridad”.
Efectivamente. Según la RAE, la Misericordia es una virtud que inclina el ánimo a compadecerse de los sufrimientos y miserias ajenos. Y también un atributo de Dios, en cuya virtud perdona los pecados y miserias de sus criaturas. Ambas definiciones, en realidad, están íntimamente unidas. Si alguien experimenta la misericordia de Dios, no puede menos que sentir la llamada a corresponder de modo similar a sus semejantes. Esto experimenta Teresita y nos expone en su Manuscrito C cuando nos habla de la caridad:
“Este año, Madre querida, Dios me ha concedido la gracia de comprender lo que es la caridad. Es cierto que también antes la comprendía, pero de manera imperfecta. No había profundizado en estas palabras de Jesús: «El segundo mandamiento es semejante al primero: Amarás a tu prójimo como a ti mismo». Yo me dedicaba sobre todo a amar a Dios. Y amándolo, comprendí que mi amor no podía expresarse tan sólo en palabras, porque: «No todo el que me dice Señor, Señor entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de Dios». Y esta voluntad, Jesús la dio a conocer muchas veces, debería decir que casi en cada página de su Evangelio. Pero en la última cena, cuando sabía que el corazón de sus discípulos ardía con un amor más vivo hacia él, que acababa de entregarse a ellos en el inefable misterio de la Eucaristía, aquel dulce Salvador quiso darles un mandamiento nuevo. Y les dijo, con inefable ternura: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros igual que yo os he amado. La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos, será que os amáis unos a otros. ¿Y cómo amó Jesús a sus discípulos, y por qué los amó? No, no eran sus cualidades naturales las que podían atraerle…!”
Nos volvemos a encontrar con la clave de la misericordia de Dios en Teresita. Ella la experimenta en su vida, pero la encuentra en la Escritura sin fisuras y con radicalidad. Ahí se encuentra con Jesús, el de Nazareth, el que “pasó haciendo el bien y curando a los oprimidos” (Hech 10,38):
“Madre querida, meditando estas palabras de Jesús, comprendí lo imperfecto que era mi amor a mis hermanas y vi que no las amaba como las ama Dios. Sí, ahora comprendo que la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no extrañarse de sus debilidades, en edificarse de los más pequeños actos de virtud que les veamos practicar. Pero, sobre todo, comprendí que la caridad no debe quedarse encerrada en el fondo del corazón: Nadie, dijo Jesús, enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de la casa. Yo pienso que esa lámpara representa a la caridad, que debe alumbrar y alegrar, no solo a los que me son más queridos, sino a todos los que están en la casa, sin exceptuar a nadie”[6].
Sin exceptuar a nadie. Como Dios. Como Jesús. Experimentar su misericordia es sentir la llamada también a practicarla con los demás y con uno mismo (Teresita también aprendió a sobrellevar con paz sus propios defectos[7]). El amor no es esquizofrénico: si amas a Dios, hay que amar al hermano.
El 8 de Junio de 1895, las carmelitas comen en silencio en el refectorio mientras una hermana lee en voz alta la circular necrológica de sor Ana María de Jesús, del Carmelo de Luçon, que, siguiendo la costumbre de la época, se había ofrecido como víctima de holocausto a la justicia divina. Según se pensaba entonces, la ira de Dios quería descargarse sobre los pecadores e incrédulos. Personas buenas y piadosas se ofrecían para que esa ira de la justicia divina se descargase sobre ellas. Las mártires de Compiégne – durante la revolución francesa –se habían ofrecido a la justicia de Dios para devolver la paz a Francia. Y, desde entonces, esta práctica era un atractivo para las almas de “élite” en diversas congregaciones. En la misma familia de Teresita, el tío Isidoro compartía la idea que salía en los periódicos religiosos de la necesidad de claustros (conventos de vida contemplativa) para equilibrar “la balanza de la justicia divina”, participando plenamente del convencimiento de que “la religiosa enclaustrada es el pararrayos de la cólera de Dios”.
La vida de esa religiosa, sor Ana María de Jesús, había sido una constante penitencia, ayuno y mortificación hasta el punto de enfermar y quedar postrada en cama. Como quería salvar almas buscaba el sufrimiento constantemente. Cuando ya agonizaba, susurraba: “llevo en mí los rigores de la Justicia divina. ¡La justicia divina! ¡La justicia divina!…” Y alzando las manos temblorosas y mirándolas dijo: “No tengo suficientes méritos, hay que conseguir más”. [8]
La comunidad de Lisieux quedó impactada profundamente por la lectura de esta carta. Teresita no fue menos. Al día siguiente, 9 de junio, domingo de la Santísima Trinidad, siente la inspiración de entregarse a la misericordia infinita. Ella misma nos lo narra:
“Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables. Esta ofrenda me parecía grande y generosa, pero yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla. «Dios mío, exclamé desde el fondo de mi corazón, ¿solo tu justicia aceptará almas que se inmolen como víctimas…? ¿No tendrá también necesidad de ellas tu amor misericordioso…? En todas partes es desconocido y rechazado. Los corazones a los que tú deseas prodigárselo se vuelven hacia las criaturas, mendigándoles a ellas con su miserable afecto la felicidad, en vez de arrojarse en tus brazos y aceptar tu amor infinito… ¡Oh, Dios mío!, tu amor despreciado ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? Creo que si encontraras almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a tu amor, las consumirías rápidamente. Creo que te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti… Si a tu justicia, que solo se extiende a la tierra, le gusta descargarse, ¡cuánto más deseará abrasar a las almas tu amor misericordioso, pues tu misericordia se eleva hasta el cielo…! ¡Jesús mío!, que sea yo esa víctima dichosa. ¡Consume tu holocausto con el fuego de tu divino amor…!”
Al salir de misa pide permiso a la priora (su hermana sor Inés) para ofrecerse al amor misericordioso junto a su hermana Celina. Recibe un permiso despistado, pues sor Inés no comprende la trascendencia de este acto para Teresita. De hecho, ella escribirá una fórmula y la dejará revisar por un teólogo que hará una corrección desafortunada, haciéndole cambiar sus “deseos infinitos” por “inmensos”. Los teólogos posteriormente le han dado la razón a Teresita… No obstante, ella quedó contenta de que la fórmula fuese aprobada.
En la misma, Teresita se dirige a la Trinidad declarando su deseo de amar y ser amada por Dios, le ofrece los méritos de Jesús y de los Santos y le pide que tome posesión de su alma:
“Quisiera consolarte de la ingratitud de los malos, y te suplico que me quites la libertad de desagradarte. Y si por debilidad caigo alguna vez, que tu mirada divina purifique enseguida mi alma, consumiendo todas mis imperfecciones, como el fuego, que todo lo transforma en sí..”. Después le agradece todos los beneficios, incluido el sufrimiento que le asocia a la Cruz. A diferencia de la Carmelita de Luçon, Teresita declara no querer acumular méritos para el cielo sino “trabajar solo por tu amor, con el único fin de agradarte… En la tarde de esta vida, compareceré delante de ti con las manos vacías, pues no te pido, Señor, que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso yo quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de Ti mismo. No quiero otro trono ni otra corona que Tú mismo, Amado mío…”
Y así concluye ofreciéndose como víctima y pidiéndole a Dios “que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser mártir de tu amor, Dios mío… Que ese martirio, después de haberme preparado para comparecer delante de ti, me haga por fin morir, y que mi alma se lance sin demora al eterno abrazo de tu Amor misericordioso… Quiero, Amado mío, renovarte esta ofrenda con cada latido de mi corazón y un número infinito de veces, hasta que las sombras se desvanezcan y pueda yo decirte mi amor en un cara a cara eterno…”
Teresita firma con su nombre de bautismo y su nombre religioso: María Francisca Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz rel. carm. ind. Y guardará este escrito sobre su corazón, junto a los Evangelios y la fórmula de sus votos religiosos. Al viernes siguiente, tras hacer la ofrenda, Teresita experimenta el fuego del amor de Dios que la abrasa. Aunque ella asegura que esa gracia la recibió una sola vez y que duró un instante[9], no obstante afirma:
“Desde aquel día feliz, me parece que el amor me penetra y me cerca, me parece que ese amor misericordioso me renueva a cada instante, purifica mi alma y no deja en ella el menor rastro de pecado. Por eso, no puedo temer el purgatorio…”
Teresa hizo su ofrenda junto a su hermana Celina. Más tarde, se lo propondrá a su madrina María del Sagrado Corazón (que le pidió que incluyese en la fórmula al Sagrado Corazón). La tercera discípula que recitará la ofrenda, el 1 de diciembre, será la más joven de las novicias: María Inés de la Santa Faz (futura María de la Trinidad). Teresita quiere reunir una pequeña “legión” de víctimas del amor misericordioso como respuesta a las víctimas de la justicia divina. Ninguna de ellas se arrepintió de esta ofrenda, todo lo contrario. El ofrecerse cómo víctimas de la justicia implicaba atraer la ira de Dios y con ello todo tipo de calamidades y sufrimientos. El ser víctima del amor, solo pedía atraer ese amor que Dios ansía derramar. Por eso ella, describiéndose como un niñito, escribe en su Historia de un alma:
“¿Pero cómo podrá demostrar él su amor, si es que el amor se demuestra con obras? Pues bien, el niñito arrojará flores, aromará con sus perfumes el trono real, cantará con su voz argentina el cántico del amor… Sí, Amado mío, así es como se consumirá mi vida… No tengo otra forma de demostrarte mi amor que arrojando flores, es decir, no dejando escapar ningún pequeño sacrificio, ni una sola mirada, ni una sola palabra, aprovechando hasta las más pequeñas cosas y haciéndolas por amor… Quiero sufrir por amor, y hasta gozar por amor[10]. Así arrojaré flores delante de tu trono. No encontraré ni una sola en mi camino que no deshoje para ti. Y además, al arrojar mis flores, cantaré (¿puede alguien llorar mientras realiza una acción tan alegre?), cantaré aun cuando tenga que coger las flores entre las espinas, y tanto más melodioso será mi canto, cuanto más largas y punzantes sean las espinas. ¿Y de qué te servirán, Jesús, mis flores y mis cantos…? Sí, lo sé muy bien: esa lluvia perfumada, esos pétalos frágiles y sin valor alguno, esos cánticos de amor del más pequeño de los corazones te fascinarán”.
Cuando Teresita pasa los últimos meses de su vida, es para ella una necesidad transmitir su experiencia de la misericordia de Dios a todas las personas que tienen contacto con ella: hermanas del convento y los dos sacerdotes con los que tiene una relación fraterna por correspondencia[11].
Así, en sus cartas, una y otra vez insiste en esta imagen del Dios misericordioso. Al P. Roulland, que le cuenta por carta sus miedos a la justicia divina le escribe:
“No comprendo, hermano, cómo puede usted dudar de su entrada inmediata en el cielo si los infieles le quitasen la vida. Yo sé que hay que estar muy puros para comparecer ante el Dios de toda santidad, pero sé también que el Señor es infinitamente justo. Y esta justicia, que asusta a tantas almas, es precisamente lo que constituye el motivo de mi alegría y de mi confianza[12]. Ser justo no es solo ejercer la severidad para castigar a los culpables, es también reconocer las intenciones rectas y recompensar la virtud. Yo espero tanto de la justicia de Dios como de su misericordia. Precisamente porque es justo, «es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Pues él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles…»”.[13]
¿Y cuál es la fuente de este convencimiento de la joven lexoviense? En esa misma carta responde diciendo que su pobre espíritu se fatiga con los doctos libros, pero se ensancha ante la Sagrada Escritura: “Entonces todo me parece luminoso, una sola palabra abre a mi alma horizontes infinitos, la perfección me parece fácil: veo que basta con reconocer la propia nada y abandonarse como un niño en los brazos de Dios”.
El abate Bellière, está también lleno de temores, como era habitual en esa época. Teresita le escribe cartas pedagógicamente, buscando en la Escritura y en los Santos el respaldo a su convicción de la misericordia de Dios. Así les pone de ejemplo a San Agustín y a santa María Magdalena. Ella los “ve”, los contempla desde su corazón, amando no tanto su arrepentimiento, como su “amorosa audacia”:
“Cuando veo a Magdalena adelantarse, en presencia de los numerosos invitados, y regar con sus lágrimas los pies de su Maestro adorado, a quien toca por primera vez, siento que su corazón ha comprendido los abismos de amor y de misericordia del corazón de Jesús y que, por más pecadora que sea, ese corazón de amor está dispuesto, no sólo a perdonarla, sino incluso a prodigarle los favores de su intimidad divina y a elevarla hasta las cumbres más altas de la contemplación”[14].
El joven sacerdote le responde que las pequeñas indelicadezas de los amigos de Dios, le entristecen más que las faltas graves de los pecadores. Teresita le responde con paciencia que esto es solo cuando los suyos hacen de sus indelicadezas costumbre y no piden perdón:
“Pero cuando sus amigos, después de cada indelicadeza, vienen a pedirle perdón echándose en sus brazos, Jesús se estremece de alegría y dice a los ángeles lo que el padre del hijo pródigo dijo a sus criados: «Sacad enseguida el mejor traje, y vestidlo; ponedle un anillo en la mano y hagamos una fiesta». Sí, hermano mío, ¡qué poco conocida es la bondad y el amor misericordioso de Jesús…! Es cierto que, para gozar de estos tesoros, hay que humillarse, reconocer la propia nada, y eso es lo que muchas almas no quieren hacer. Pero, hermanito, ésa no es su manera de actuar. Por eso el camino de la confianza sencilla y amorosa está hecho a la medida para usted”[15].
El abate insiste en que en el cielo, ella se escandalizará de sus pecados pasados y cambiará de opinión. Teresa vuelve a responderle:
“Le confieso, hermanito, que usted y yo no entendemos el cielo de la misma manera. Usted piensa que, al participar yo de la justicia y la santidad de Dios, no podré disculpar sus faltas, como lo hacía en la tierra. ¿No se está olvidando de que participaré también de la misericordia infinita del Señor? Yo creo que los bienaventurados tienen una enorme compasión de nuestras miserias: se acuerdan de que cuando eran frágiles y mortales como nosotros, cometieron las mismas faltas que nosotros y sostuvieron los mismos combates, y su cariño fraternal es todavía mayor que el que nos tuvieron en la tierra, y por eso no dejan de protegernos y de orar por nosotros”.[16]
Es significativo que su última carta que se conserva es una dedicatoria a lápiz al dorso de una estampa pintada por Teresa un par de meses antes, no es más que una declaración final de su experiencia, que desea trasmitir al temeroso cura: “Yo no puedo tener miedo a un Dios que se ha hecho tan pequeño por mí… ¡Yo lo amo…! ¡Pues él es sólo amor y misericordia!”. Al dorso: “Ultimo recuerdo de un alma hermana de la suya”.[17]
No es solo en sus cartas, sino también en su Historia de un Alma, donde también Teresita se esfuerza por dejarnos este legado. Así, al comenzarla, nos dice:
“A ti, Madre querida, a ti que eres doblemente mi madre, quiero confiar la historia de mi alma… El día que me pediste que lo hiciera, pensé que eso disiparía mi corazón al ocuparlo de sí mismo; pero después Jesús me hizo comprender que, obedeciendo con total sencillez, le agradaría. Además, solo pretendo una cosa: comenzar a cantar lo que un día repetiré por toda la eternidad: «¡¡¡Las misericordias del Señor !!!»…”
Este es uno de los grandes parecidos de Teresa de Lisieux con su madre fundadora Teresa de Jesús: que cuando escribe su vida, la relee desde el punto de vista de la misericordia divina y que lo que quiere transmitir no es tanto su vida, sino la obra misericordiosa de Dios en ella:
“Me encuentro en un momento de mi existencia en el que puedo echar una mirada hacia el pasado; mi alma ha madurado en el crisol de las pruebas exteriores e interiores. Ahora, como la flor fortalecida por la tormenta, levanto la cabeza y veo que en mí se hacen realidad las palabras del salmo XXII: «El Señor es mi pastor, nada me falta: en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas… Aunque camine por cañadas [3vº] oscuras, ningún mal temeré, ¡porque tú, Señor, vas conmigo!» Conmigo el Señor ha sido siempre compasivo y misericordioso…, lento a la ira y rico en clemencia… (Salmo CII, v. 8). Por eso, Madre, vengo feliz a cantar a tu lado las misericordias del Señor…”
Hay que recordar que la Historia de un alma no está escrita por una Teresita nadando en consuelos, sino pasando por la dura prueba de la fe, en la que el cielo es tapado por un muro espeso. No obstante, ella no duda de la misericordia de Dios. La ve en medio de su prueba:
“Cuando canto la felicidad del cielo y la eterna posesión de Dios, no experimento la menor alegría, pues canto simplemente lo que quiero creer. Es cierto que, a veces, un rayo pequeñito de sol viene a iluminar mis tinieblas, y entonces la prueba cesa un instante. Pero luego, el recuerdo de ese rayo, en vez de causarme alegría, hace todavía más densas mis tinieblas.
Nunca, Madre, he experimentado tan bien como ahora cuán compasivo y misericordioso es el Señor: él no me ha enviado esta prueba hasta el momento en que tenía fuerzas para soportarla; antes, creo que me hubiese hundido en el desánimo… Ahora hace que desaparezca todo lo que pudiera haber de satisfacción natural en el deseo que yo tenía del cielo… Madre querida, ahora me parece que nada me impide ya volar, pues no tengo ya grandes deseos, a no ser el de amar hasta morir de amor…”
Toda la Historia de un alma es un canto a esta misericordia de Dios. Ahora, como bien sabemos, este escrito consta de tres partes o manuscritos: A, B y C. El manuscrito A es el que le escribió a su hermana Inés, cuando esta era priora, hablando de su infancia y adolescencia, hasta su entrada al Carmelo. El manuscrito B es una carta a su hermana María, religiosa también en el convento de Lisieux, explicándole su “pequeña doctrina”. Y el manuscrito C, es el que le pidió que redactase la priora (Madre Gonzaga) sobre su vida religiosa. Es asombroso cómo en los tres termina hablando de la misericordia de Dios, que es como la columna vertebral que sostiene todos sus escritos.
En el Manuscrito A, después de hablar de la ofrenda a la justicia divina y su ofrenda al amor misericordioso, concluye diciendo:
“¿Cómo acabará esta «historia de una florecita blanca»…? ¿Será tal vez cortada en plena lozanía, o quizás trasplantada a otras riberas…? No lo sé. Pero de lo que sí estoy segura es de que la misericordia de Dios la acompañará siempre, y de que nunca la florecita dejará de bendecir a la madre querida que la entregó a Jesús. Eternamente se alegrará de ser una de las flores de su corona… Y eternamente cantará con esa madre querida el cántico siempre nuevo del amor…”
En la carta a su hermana María o manuscrito B termina de esta manera:
“¡Que no pueda yo, Jesús, revelar a todas las almas pequeñas cuán inefable es tu condescendencia…! Estoy convencida de que, si por un imposible, encontrases un alma más débil y más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de gracias todavía mayores, con tal de que ella se abandonase con entera confianza a tu misericordia infinita.”
En el final del manuscrito C y, por lo tanto, de la Historia de un alma, Teresita nos dice que le pide a Jesús que le atraiga a las llamas de su amor. Después habla de la oración como el punto de apoyo o palanca con la que se puede levantar el mundo. Finalmente habla de la importancia de poner los ojos en el santo Evangelio para respirar los perfumes de la vida de Jesús y saber hacia dónde correr. Y termina el escrito con una declaración de confianza en la misericordia de Dios:
“No me abalanzo al primer puesto, sino al último; en vez de adelantarme con el fariseo, repito llena de confianza la humilde oración del publicano. Pero, sobre todo, imito la conducta de la Magdalena. Su asombrosa, o, mejor dicho, su amorosa audacia, que cautiva el corazón de Jesús, seduce al mío. Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él. Es cierto que Dios, en su misericordia preveniente, ha preservado mi alma del pecado mortal. Pero no es ésa la razón de que yo me eleve a él por la confianza y el amor.”
Confianza y amor. Estas son sus últimas palabras, su testamento espiritual. Confianza ilimitada en su misericordia, por encima de cualquier pasado; amor como respuesta a esta misericordia divina.
Notas
[1] Cta 197 A sor María del Sagrado Corazón J.M.J.T. Jesús + 17 de septiembre de 1896
Querida hermana: No encuentro la menor dificultad en responderte… ¿Cómo puedes preguntarme si puedes tú amar a Dios como le amo yo…? Si hubieses entendido la historia de mi pajarillo, no me harías esa pregunta. Mis deseos de martirio no son nada, no son ellos los que me dan la confianza ilimitada que siento en mi corazón. A decir verdad, son las riquezas espirituales las que hacen injusto al hombre cuando se apoya en ellas con complacencia, creyendo que son algo grande…
Esos deseos son un consuelo que Jesús concede a veces a las almas débiles como la mía (y de estas almas hay muchas); pero cuando no da este consuelo, es una gracia privilegiada. Recuerda aquellas palabras del Padre: «Los mártires sufrieron con alegría, y el Rey de los mártires sufrió con tristeza». Sí, Jesús dijo: «Padre, aparta de mí este cáliz». Hermana querida, ¿cómo puedes decir, después de esto, que mis deseos son la señal de mi amor…? No, yo sé muy bien que no es esto, en modo alguno, lo que le agrada a Dios en mi pobre alma. Lo que le agrada es verme amar mi pequeñez y mi pobreza, es la esperanza ciega que tengo en su misericordia…
Este es mi único tesoro. Madrina querida, ¿por qué este tesoro no va a ser también el tuyo…? Ya que sabemos el camino, corramos juntas. Sí, siento que Jesús quiere concedernos las mismas gracias a las dos, que quiere darnos gratuitamente su cielo.
Hermanita querida, si no me comprendes, es que eres un alma demasiado grande…, o, mejor, es que yo me explico mal, pues estoy segura de que Dios no te daría el deseo de ser POSEIDA por él, por su Amor misericordioso, si no te tuviera reservada esa gracia… O mejor dicho, ya te la ha concedido, puesto que te has entregado a El, puesto que deseas ser consumida por El, y Dios nunca da deseos que no pueda convertir en realidad…
[2] Excepcionalmente Teresa se sale de los Evangelios y se inspira en un episodio de los evangelios apócrifos. No obstante esta pieza es muy rica en citas bíblicas (unas 70). La representación fue un fracaso. La Madre Inés (su hermana) mandó interrumpirla por parecerle en excesivo mundana (por la pelea de los ladrones a botellazos, algunas de sus expresiones y por la melodía moderna que se empleó en el canto de algunos pasajes) aunque adujo que la composición era larga y cansaba a la comunidad. A Teresa le afectó y se le escapó alguna lágrima, reponiéndose pronto.
[3] Léo Taxil es el pseudónimo de Gabriel Jogand-Pages (1854-1907). A pesar de haber recibido su primera educación en un colegio católico, será un declarado anticlerical. Por sus imposturas y delitos pasa 8 años en prisión. Durante varios años simula su conversión. Crea el personaje de “diana Vaughan”, que se presenta a sí misma como una convertida de la masonería y del satanismo. Las carmelitas de Lisieux participaron del entusiasmo por esta conversión. Teresita le manda una cartita con una foto de ella misma disfrazada de Juana de Arco (la supuesta conversión había sido por intercesión de esta santa) con Genoveva en el papel de Santa Catalina. El lunes 19 de abril de 1897 (año de la muerte de la Teresita) Leo Táxil anuncia cínicamente que todo ha sido una burla. Durante la conferencia el público ha estado contemplando una fotografía proyectada en una gran pantalla. ¡La foto enviada por Teresita! Afortunadamente tanto el público como la prensa no creen lo que dice Leo de que esa es una foto enviada desde un Carmelo de Francia y que esas mujeres son carmelitas… Teresa se siente profundamente humillada y decepcionada por este engaño… borra las alusiones a esta supuesta conversa que había escrito en la recreación “el triunfo de la humildad”.
[4] El exPadre Jacinto Loyson murió en París el 9 de febrero de 1912, a la edad de 85 años, penado con la excomunión mayor (por cuestión de la infalibilidad papal y por haber contraído una unión sacrílega. También defendía la liturgia en francés, la abolición de clases de matrimonios y entierros y el matrimonio de los sacerdotes). Fue asistido por un sacerdote de la Iglesia armena, un representante de la Iglesia grecocismática y por tres pastores protestantes. No había dejado de repetir “Oh, mi dulce Jesús”. Había sido provincial de los Carmelitas, por lo que su “deserción” había provocado una sequía vocacional masculina y la prohibición de pronunciar su nombre en los carmelos femeninos.
“En el momento de morir el desventurado, un alma privilegiada le vio sobrenaturalmente iluminado sobre el alcance de los pecados de su vida. Esta visión fue la causa de una espantosa tentación de desesperación de la que, felizmente, triunfó.” 25 agosto 1912
Resultado de un exorcismo: “Nos has preguntado por la Virgen si Jacinto está condenado. Nos vemos forzados a contestarte que se ha salvado por una mirada dirigida a nuestro Señor, antes de ser juzgado, un instante antes”.
[5] “Al ser la última de la familia, siempre había sido la más querida y la más colmada de ternuras por mis hermanas” Ms A 44rº
[6] “¡Y cómo amo este mandamiento, pues me da la certeza de que tu voluntad es amar tú en mí a todos los que me mandas amar…! Sí, lo se: cuando soy caritativa, es únicamente Jesús quien actúa en mí. Cuanto más unida estoy a él, más amo a todas mis hermanas. Cuando quiero hacer que crezca en mí ese amor, y sobre todo cuando el demonio intenta poner ante los ojos de mi alma los defectos de tal o cual hermana que me cae menos simpática, me apresuro a buscar sus virtudes y sus buenos deseos, pienso que si la he visto caer una vez, puede haber conseguido un gran número de victorias que oculta por humildad, y que incluso lo que a mí me parece una falta puede muy bien ser, debido a la recta intención, un acto de virtud”.
[7] Cta 243: “Coloquémonos humildemente entre los imperfectos, considerémonos almas pequeñas a las que Dios tiene que sostener a cada instante. Cuando él nos ve profundamente convencidas de nuestra nada, nos tiende la mano; pero si seguimos tratando de hacer algo grande, aunque sea so pretexto de celo, Jesús nos deja solas. «Cuando parece que voy a tropezar, tu misericordia, Señor, me sostiene» (Salmo XCIII). Sí, basta con humillarse, con soportar serenamente las propias imperfecciones. ¡He ahí la verdadera santidad!
[8] “Debemos sin embargo reconocer que el estado enfermizo de nuestra hermana fue el resultado de las austeridades excesivas a las que se había entregado sin medida. Las veladas prolongadas, las postraciones nocturnas, las noches acostada en el suelo de la celda, los cilicios, los cinturones de hierro, etc.: no le faltó de nada”… “Estaba tan sumamente delgada que parecía un esqueleto; a pesar de ello, siguió ayunando con pan y agua durante la Cuaresma y el Adviento. Para obtener la conversión de un miembro de su familia, se privó completamente de fruta durante un año entero. Para convertir a un pobre pecador que le habían encomendado, tomó la resolución de no comer mantequilla, a pesar de lo que le gustaba, durante todo el resto de su vida. Tres veces al día tomaba largas disciplinas y no dejaba de hacer su Vía crucis, recitando su rosario con los brazos en cruz. Y así pasaban sus días en la paz de la inmolación…”
[9] 7.7.2 Le pedí que me volviera a contar lo que le había ocurrido después de su ofrenda al Amor. Empezó diciéndome: Madrecita, te lo confié aquel mismo día, pero no me prestaste atención. (En efecto, había aparentado no darle a la cosa ninguna importancia.) Comenzaba a hacer viacrucis cuando de pronto me sentí presa de un amor tan intenso hacia Dios, que no lo puedo explicar sino diciendo que era como si me hubiesen metido toda entera en el fuego. ¡Qué fuego aquél y al mismo tiempo qué dulzura! Me abrasaba de amor, y sentía que un minuto, un segundo más, y no hubiese podido soportar aquel ardor sin morir. Entonces comprendí lo que dicen los santos sobre esos estados que ellos experimentaron tantas veces. Yo no lo probé más que una vez, y un solo instante, y luego volví a caer enseguida en mi habitual sequedad.
Un poco más tarde: A partir de los 14 años, he tenido también otros ímpetus de amor. ¡Ay, cómo amaba a Dios! Pero no era, en absoluto, como después de mi ofrenda al Amor, no era una verdadera llama que me quemase.
[10] Este “gozar por amor” es totalmente revolucionario. Y realmente lo vive así Teresita. En su última enfermedad no duda en ofrecer sus sufrimientos y dolores, pero también sus alivios y gozos. 25.7.10
… Miro las uvas y me digo: Son bonitas, y tienen buen aspecto. Luego como un grano: éste no se lo doy yo al Niño Jesús, me lo da él a mí. Ni parecido con la ascética austeridad de la religiosa de Luçon.
[11] “Espero que algún día Jesús lo hará caminar por el mismo camino que a mí.” Cta. 247 (220, 21 JUNIO 1887. Al abate Bellière))
[12]Madre querida, después de tantas gracias, ¿no podré cantar yo con el salmista: «El Señor es bueno, su misericordia es eterna»? Me parece que si todas las criaturas gozasen de las mismas gracias que yo, nadie le tendría miedo a Dios sino que todos le amarían con locura; y que ni una sola alma consentiría nunca en ofenderle, pero no por miedo sino por amor…
Comprendo, sin embargo, que no todas las almas se parezcan; tiene que haberlas de diferentes alcurnias, para honrar de manera especial cada una de las perfecciones divinas.
A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas…! Entonces todas se me presentan radiantes de amor; incluso la justicia (y quizás más aún que todas las demás) me parece revestida de amor…
¡Qué dulce alegría pensar que Dios es justo!; es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la debilidad de nuestra naturaleza. Siendo así, ¿de qué voy a tener miedo? El Dios infinitamente justo, que se dignó perdonar con tanta bondad todas las culpas del hijo pródigo, ¿no va a ser justo también conmigo, que «estoy siempre con él»…? Historia de un alma 84r
[13] Cta. 226 (203, 9 de mayo 1897, P. Roulland).
[14] Cta. 247 (220, 21 JUNIO 1887. Al abate Bellière))
[15] Cta. 261 (231, 26 de julio 1897. Al abate Bellière)
[16] Cta. 263 (235, 10 agosto 1897. Al Abate Bellière)
[17] Cta. 266 Al abate Bellière 25 de agosto de 1897