La acometida de los escritores provenientes del mainstream a la ciencia ficción no sólo es interesante por sus frutos literarios. Las obras están ahí, desde luego, y son ellas lo importante, qué duda cabe, pero si se mira un poco más allá, si se amplía el campo y se alienta una pizca de curiosidad sobre los autores que las están escribiendo, se pueden extraer conclusiones sobre el género en sí mismo y la percepción que existe ahí fuera sobre él. Uno de los puntos de interés está en los referentes, en el background de todos aquellos escritores generalistas que últimamente están pariendo obras de ciencia ficción.
Desde luego que existe algún conocedor, incluso exhaustivo como Rodrigo Fresán, que en su El fondo del cielo da una lección magistral sobre los comienzos de la cf norteamericana y, mucho más allá, sobre la propia esencia literaria que nutre la historia del género. Pero se trata más bien de una excepción. Lo normal es que la nueva visión de las temáticas de cf (que en algunos casos, desgraciadamente, resulta ser muy vieja), responde en parte a la propia ignorancia del escritor, a su desconocimiento absoluto sobre la centenaria historia del género y los miles de relatos que le han ido dando forma. El concepto que estos autores tienen de la cf proviene en escasas ocasiones de las obras literarias. Basta acceder a sus entrevistas (ciertamente numerosas, por algo son escritores populares) para darse cuenta de que su idea de la cf parte realmente de las películas, del cine. En sus recuerdos se funden películas retro, de los 50, 60 ó 70, con las space operas más conocidas, "Star Wars" y "Star Trek". Pero sobre todo, su concepto de lo que es la cf respetable se construye desde la memoria de sus obras maestras, las dignas, las respetables, es decir, "2001" y "Blade Runner".
"Blade Runner" especialmente, sí, la película. Y su autor, Philip K. Dick, un adelantado a su tiempo que en los últimos años parece haberse ganado el cielo mainstream. En castellano, últimamente, todo parece tener que ver con Dick y su obra. No son sólo Bolaño o Fresán, no. Pablo Tusset, en su novela más reciente, titulada Oxford 7, le pone el nombre de Deckard a un personaje femenino; Rosa Montero saca al mercado Lágrimas en la lluvia, cuya relación con la película de Ridley Scott va mucho más allá del título; Santiago Roncagliolo, como pueden leer en la reseña que viene a continuación, da en Tan cerca de la vida su propia visión de los replicantes.
En fin, todo es Dick, todo es "Blade Runner". Nada que objetar, pero no puedo evitar preguntarme qué libros nos estarían ofreciendo estos escritores si sus referentes hubieran provenido más del papel y menos del celuloide.
Los mismos elementos que concurrieron hace más de un lustro en el inesperado éxito de "Lost in Traslation", aquel fascinante adagio fílmico con el que la directora Sofia Coppola ilustraba el extrañamiento del individuo occidental ante el Japón moderno, son reutilizados en esta novela por el peruano Santiago Roncagliolo con el añadido, casi inevitable en la literatura y el cine actuales, del proverbial elemento dickiano. A Max, el sencillo protagonista de Tan cerca de la vida, le acosan los mismos sentimientos que retrataban a los dos principales protagonistas de aquella película. La soledad, el desarraigo vital y la sensación de ajenidad que acuciaban a ambos aparecen de nuevo en esta historia como parte, importante de la argamasa que conforma el mundo interior de Max en su epopeya tokiota.
Las características personales de Max, protagonista principal de la novela, delatan su ascendencia kafkiana, sugerida ya desde el principio por una pesadilla que le sobrecoge en las primeras páginas y le hace ver su rostro en los de todos los demás. Max es un hombre anónimo, un número perdido en una empresa constituida por miles de empleados con los que cree no guardar relación alguna. Tal como se le define en el texto (p. 71), “A pesar de su renovado amor propio, era un hombre en blanco, sin nada que lo identificase como miembro potencial de ningún grupo en particular, sin aficiones ni tribus.” Max es un analista de logística, un anodino empleado de base del que apenas conocemos contados detalles: un puesto de trabajo modesto, un pasado reciente desgraciado, una esposa con la que habla poco y apenas se entiende, y un carácter apagado, quizás culpable. La inesperada llamada del presidente de la compañía y su posterior ascenso profesional le colocan en un territorio nuevo repleto de posibilidades, pero también de incertidumbres.
Es la incapacidad social de Max, sumada al peso de la soledad en un país extraño, lo que le obliga a moverse, a tomar decisiones. Sus salidas nocturnas y sus encuentros con Mai, una joven camarera del hotel por la que se siente fuertemente atraído, ofician como guía turístico y presentan al lector el otro gran protagonista de la novela: la ciudad de Tokio. La presencia de la urbe, las muchas oportunidades que ofrece para el extrañamiento occidental, conforman a los ojos de Max una imagen variopinta y exótica. Lo frío y lo íntimo se entremezclan. La asepsia de los hoteles futuristas, una pornografía que censura el contacto más íntimo y los impersonales clubs de alterne nocturnos son realidades que comparten espacio con los bulliciosos mercados de pescado o los “burdeles” de gatos, lugares a los que se acude en busca de la relajación que procura el contacto directo con esos animales.
Frente al Tokio urbanita reflejado por escritores nipones como Haruki Murakami o Yasunari Kawabata, la mirada forastera de un narrador occidental sólo puede sumar añadidos y maravillarse por lo que apenas llega a vislumbrar, por una metrópolis cuyos secretos parecen situarse muy lejos de su entendimiento. Roncagliolo sólo araña la superficie, pero al forastero poca cosa más se le puede pedir sino fascinación. Esa combinación que aporta el entorno, entre lo extraño y lo atractivo, es a la vez una imagen especular de lo que Max siente por Mai. No pueden hablar entre ellos, pero su lenguaje es otro, el de los signos, el de las miradas directas o, mucho más íntimo, el de un sexo intenso y comunicativo. Con ella, Max parece reencontrar un sentido de las cosas que perdió en algún momento crucial de su pasado, la solución a la angustia existencial que le persigue.
En realidad, ese es el elemento nuclear de la historia, la resolución del angst, de ese agujero negro anímico que acucia a Max durante gran parte de la novela y a través de cuyo desentrañamiento entra en juego el otro gran foco de influencia mencionado al principio de esta reseña, la impronta de Philip K. Dick. O para ser más exactos, de "Blade Runner", la adaptación cinematográfica más conocida de una de sus novelas. Elementos resonantes tales como la figura de Kreutz, presidente de la Corporación Géminis, claro trasunto del dueño de la Tyrell Corporation, o el papagayo artificial que utiliza de mascota, que retrotrae también a su origen literario, no son mas que pequeños guiños que sirven de homenaje y acercan la obra del peruano a su referente más directo. El campo de influencia no se queda en los meros detalles, sino que es nuclear, pues la Corporación Géminis se dedica al desarrollo de robots, de robots bastante avanzados, cada vez más parecidos a su creador, cada vez más humanos.
Roncagliolo hace un buen uso de la dosificación, introduce con excelente pulso la intriga existencialista en un contexto de ciencia ficción, aumentando la importancia del elemento genérico sólo en el último tercio de la novela, cuando el lector está preparado para su aparición. El elemento fantástico es crucial en la novela, es lo que le da sentido a la trama, pero no hace acto de presencia real (que no intuido) hasta que el desarrollo del argumento lo exige, aunque pequeñas pinceladas terroríficas, muy cercanas estéticamente al actual cine de horror japonés, ayudan, cada cierto número de páginas, a presuponerlo. Precisamente por eso, por esa buena aleación de sus elementos, resulta algo decepcionante la resolución final, porque el escritor se saca de la manga (como ocurría en la película de Ridley Scott) un imperativo argumental, una ocurrencia de última hora que fuerza inesperadamente la tensión entre los protagonistas.
Al margen de esto, el revelador relato final, que explica los respectivos pasados de Mai y Max, conmueve y conmociona a partes iguales; emociona y horroriza, y deja un último regalo a los amantes de las sutilezas. Ello es debido a que durante la narración Roncagliolo hace un particular uso de la segunda persona, utilizándola exclusivamente en las apariciones de la protagonista femenina, mientras que el resto del relato se desarrolla en tercera. Es una invitación para el lector inquieto difícil de rechazar. Adivinar el posible origen del narrador constituye un elemento más de la lectura que, en mi opinión, no se puede resolver correctamente hasta el final, y que suma una nueva perspectiva al conjunto.
Tan cerca de la vida es una novela que cuenta con buenas razones para su disfrute. Contiene una buena trama de ciencia ficción, indudablemente, pero más allá de eso, acerca al lector a una bella historia de vacíos y anhelos, al intento de comprensión entre dos almas parejas que se buscan mutuamente en uno de los escenarios urbanos más atractivos de este siglo.
La versión original de esta reseña fue publicada en Prospectiva.