Revista Libros
Mi madre no tenía santuario, ni tan siquiera una tumba a la que pudiéramos ir mi hermana gemela Carmen y yo a quejarnos o a rogar. De mi madre no guardo ni las fotos. Las quemé en un ataque de rabia el día que me enteré de su muerte. Cuando se marchó nos dijo que lo hacía porque ya había remado bastante con nosotras, que estaba cansada, que quería vivir, que se ahogaba, y se fugó con aquel tarambana lleno de tatuajes, y no escuchó cuando le decíamos que era quince años más joven que ella y que no la quería más que por su dinero. No nos hizo caso y se lanzó a una vida bohemia y desordenada, como una chiquilla dispuesta a beberse la vida en dos tragos, y empeñó todo lo que tenía en darse gustos grotescos. No nos quedó de ella más que el susurro de su muerte que nos llegó un día desde el Caribe y allí decidimos que se quedara para siempre.Hoy hace un mes su recuerdo me asaltó por casualidad. Paseaba por la calle y me crucé con una señora mayor vestida de un modo extravagante. Me llegó su olor; un aroma muy familiar a Chanel, la misma fragancia que usaba mi madre. Aquella mujer entró en una galería de Arte y sin saber muy bien por qué la seguí. Nathiuska, como así se llamaba, era pintora y allí tenía una exposición. Su obra estaba plagada de figuras negras, irregulares, la mayor parte eran solo manchones amorfos sobre fondos blancos y se titulaba “Cadenas”. De todas aquellas pinturas me llamó la atención la de una forma humana, femenina, de brazos alargados y delgados. Una figura negra sin cara ni ojos que daba la sensación de estar ataviada por un manto de la cabeza a los pies, y de sus hombros encorbados brotaban dos largos brazos estirados y delgados, a punto de romperse, que llegaban hasta el suelo desde donde se espigaban cuatro grandes dedos deformes, que no parecían dedos sino raíces u otras figuras humanas pero más pequeñas, como niños que apenas levantaban un palmo del suelo. Esos dos niños parecían tirar de ella, y ella se arqueaba como sí esos pequeños fueran un peso difícil de llevar. Una pena de mujer de trapo, sin ojos ni boca, ciega y muda a un fondo blanco donde poder brillar, y no solo lo digo por el lienzo, sino por toda la galería que también era blanca, tentadoramente blanca, y por las ventanas que, como un insulto a su manto oscuro, llenaban la sala de luz. Me sorprendí hablando sola y diciendo suéltalos, suéltalos ya y corre, vuela, llénate de color, quítate ese manto, no sufras así. La señora que pintó aquel cuadro se me acercó por detrás. Me dijo que no, que no podía, que la vida te da hijos que criar o alas para volar y que aquellos, los del cuadro, pesaban demasiado, que sólo podría volar si se cortaba las manos y renunciaba al tacto de su vida anterior.Aquel manchón negro de la galería se llama "Maternidad". Desde hace un mes cuelga en mi sala. Mi hermana y yo quedamos cada sábado por la tarde para tomar un café. Ya nuestra madre tiene su santuario. Nosotras brindamos cada sábado con ella. Brindamos por el valor que un día tuvo en cortarse las manos y volar lejos.Nota: Gracias a Inma Vinuesa por cederme su dibujo para retratar este relato. Este relato fue inspirado en un cuadro llamado precisamente Maternidad y que tiene muchas semejanzas con el dibujó Inma, a petición mía, como parte de un juego de sentidos, un curioso ejercicio donde mis ojos captaron la esencia de una imagen, que se ha trasladado en letras a un texto, que ha leído Inma y que ha hecho que se haga la idea de una imagen que plasmó en un folio en blanco con certeza, en un círculo infinito de rueda de sentidos encadenados.