Revista Opinión

Saramago por aquí

Publicado el 18 junio 2010 por Manuelsegura @manuelsegura

Saramago por aquí

Una noche de hace quizá ya una década, cenamos con José Saramago en el Casino de Murcia. Lo había traído el profesor Victorino Polo a entregar un premio que avalaba la Universidad y abonaba una caja de ahorros. A un grupo de periodistas nos ubicaron en una mesa contigua a la del Nobel. Recuerdo que al escritor portugués apenas lo dejaron probar bocado, ya que eran constantes las idas y venidas de los asistentes para que les firmara un libro o les permitiera inmortalizar el momento a través de una foto. Yo pensé en esto último, pero entonces todavía no se prodigaban los teléfonos móviles con cámara incorporada, así que, arrastrado por mi timidez, me quedé sin retrato. Otros, más previsores sin duda, iban pertrechados para la ocasión.

Con Saramago intercambiamos algunas palabras. Me pareció alguien muy lejano del divismo y la distancia con que otros, de bastante menos fuste literario que él, se suelen adornar en sus comparecencias públicas. Fallado el premio, y ya avanzada la medianoche, levantamos la sesión y observé un gesto de evidente cansancio en el rostro de quien ya se presumía firme aspirante a octogenario. Saludó cortésmente en su despedida y se marchó a su hotel.

Ahora que se acaba de ir definitivamente, sin hacer mucho ruido, tan silente, en su amada isla/refugio de Lanzarote, sé que lloverán elogios y denuestos sobre su persona y obra. Yo, por lo pronto, diré que disentí de su ideología, si bien no creo que fuese demasiado incoherente con su forma de vivir. De su valoración literaria puede dar fe el eco fecundo que su obra tuvo en el lector a lo largo de todos estos años y que, como no podría ser de otra forma, sobrevivirá a su muerte.

Al margen de lo fundamental, y como anécdotas de aquella estancia murciana de Saramago, referiré dos sucesos: uno, el lamentable accidente que acaeció en el salón en el que se servía la cena, cuando la impericia de un camarero provocó una ducha escocesa de cerveza sobre una comensal que ocupaba silla en mi misma mesa; y dos, que al día siguiente, cierto avispado locutor televisivo, al dar la noticia de la presencia en la ciudad de tan afamado escritor, diría con gesto entre contrariado y sorpresivo algo así como que a la entrega de un premio literario “había asistido el escritor portugués José Samago” evidenciando no ya que no supiera de la existencia –y quizá ni siquiera hubiera visto la cubierta de algún libro expuesto en un escaparate– de obras como El evangelio según Jesucristo, Ensayo sobre la ceguera, La balsa de piedra o Caín. Es que aquel nombre, para aquel hombre, el del reciente Premio Nobel de Literatura (1998), le sonaba poco menos que a chino, birmano o togolés. Curiosa circunstancia para quien presumía de ser alguien que tenía como sagrada misión informar a diario a los demás de cuanto acontecía a sus alrededores. Y vaya prenda que se perdió una vez el mundo catódico.


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