A veces se le pierde el respeto a Michael Schumacher, ese abuelo que supo retirarse a tiempo y que, según voces, regresó de forma estúpida a empañar su espectacular y cuestionada historia, movido por quién sabe qué hilos, pero animado por una innegable afición, que quizá debiera llamarse fiebre (según algunos), de esas que te hacen modificar tu conducta para convertirte en una caricatura de ti mismo.
Detesto el DRS. Es una chapuza que la FIA ha inventado para hacer caja a expensas de una competición digna y justa. Y ayer, el maldito invento dio al traste con las magníficas posiciones que Kobayashi y Schumacher habían ganado en justa lid, cuando todo el enrejado de la carrera en Belle Isle se derretía deformado, con muy pocos aguerridos que supieron leer el metal fundido a la perfección. El elemento artificial de la FIA alteró gravemente el resultado final de la carrera de Canadá 2011, un evento mojado y remojado, de esos donde sólo los valientes se pasean a sus anchas.
¿Ha cambiado Michael Schumacher desde las carreras pasadas, donde le acusaban de jugar sucio y estar acabado por lo avanzado de su edad? No creo que sea el caso, pues el abuelo de cuarenta y dos años demostró ayer que sigue siendo el piloto virtuoso y correoso que era, no dejando vender cara su piel al primer postor que se presente… y mucho menos a ningún impostor. Hamilton tragó ayer saliva cuando Schumacher lo sacaba fuera en la horquilla ¿pues qué quieren, damiselas con faldones y uñas largas, intocables?
Ayer, Schumacher me transportó a aquellos días en los que un enorme piloto, rodeado de un mejor equipo, hacían las delicias de los ferraristas de todo el mundo, mostrando un dominio incontestable. Ayer, el piloto alemán se volvió a comportar como un campeón, como el genio que es; y precisamente destacó y tapó las carencias de su monoplaza justo en el momento en que la valía del piloto debía mostrarse como gusano en carne podrida, es decir, con la pista mojada. Y vaya si se mostró, manejando sobre el agua canadiense como los mismos ángeles, doblegando a otros que, menos agraciados, eran incapaces de prosperar en una carrera demasiado difícil para la mayoría, deslizándose, controlando su difícil monoplaza, con el ojo del halcón que ha visto su presa y que está decidido a no dejarla escapar, por ser uno de los pocos bichejos que se va a encontrar en el duro invierno que se avecina. Ese fue ayer Schumacher, el halcón que se aferra al sustento difícil en una sierra llena de aguiluchos, azores, buitres y carroñeros que esperan su comida fácil. Demostró que los años que tiene no son un gran lastre para un enorme profesional.
Quizá lo acertado o afortunado en la elección de los neumáticos y el momento de cambiar sea para ustedes la clave de su buena carrera, pero para mí no, pues pude ver durante gran parte de la carrera a ese piloto serio, sin errores, ambicioso, decidido a no dejar pasar oportunidades. Cuando la pista secó, le puso en el lugar que merece su coche, sentí gran decepción por no poder volver a verle sonreír de nuevo en el podio, por no poder alegrarse otra vez mojando de champán a sus huestes, a las que siempre ha agradecido con sinceros gestos su impagable trabajo. En el paddock actual hay dos grandes trabajadores, incansables, Schumacher y Alonso, pero sólo el primero sabe sacar a relucir una sonrisa sincera.
Schumacher no habría conseguido ni un solo título sin un equipo técnico de primera línea tras él… y el alemán lo sabe y no pretende (ni lo pretendió nunca) atribuirse el mérito en exclusividad.
Todo un ejemplo de categoría al volante y toda una evidencia de por qué este señor pertenece a la aristocracia de la F1.