Estoy atrapada en esta vorágine de sueños, fascinada no por la creación misma si no por la forma en que la creación se ve reflejada en otros. Buscando las palabras correctas, los gestos adecuados para encontrar mi mirada en ellos y al mismo tiempo rechazando toda unidad con mis acciones. Fabricando una inestable individualidad. Separada en una fase temprana de conciencia. Preservándome y aniquilándome simultáneamente en un mar de contradicciones. Suplicando en vano el poder morir en el vórtice del placer. Ya no le temo a los pasillos esterilizados. Ya no le temo a los asquerosos partos. Me reconozco, reclamó esa imagen de creación visceral. Tomo la pasión y la sequedad del sexo por igual. Acepto que coexisten el amor y el desamor, que hay inviernos y fríos en el mundo y en el corazón. Acepto la vida como un órgano dentro de mi, la acepta como acepto al hígado o como este me acepta. Tatuar mi piel no me hace un monumento de tinta. Busco la razón en tiempos de absurda arbitrariedad. Y todo eso fue solo una chispa, un destello de dolor en las tripas, no exactamente un dolor pero un tedio que llena mi interior poco a poco, como una corriente de agua fría que fluye en el río de las superfluidades de la vida. En el centro de cada segundo, en las múltiples dimensiones del día. En la amnesia de la piel que olvida que fue tocada. En los momentos que pasan y más tarde no logro recordar.