Me sigue sorprendiendo ver cómo la clase de la izquierda vomita niños que salen disparados, un viernes a las cinco de la tarde, con la urgencia puesta en los pies, como con miedo de no poder consumir hasta el último minuto del recién estrenado fin de semana... No, no son mis alumnos, que esos salen deprisa, pero haciendo como que no se inmutan: el viernes es joven, las tareas no existen -o si existen, se ignoran, no sea que haya que trabajar para ser mejor, crecer más, ser persona-; son pequeños niños de los primeros cursos de Primaria, envueltos en abrigos azules o grises, con carteras de ruedines que derrapan por la escalera y atronan, rum, rum, rum, toc, toc, toc, escalón tras escalón.
Alguno, con las prisas, olvidó el abrigo en la percha del fondo y el estuche en la cajonera, da la vuelta, arremete contra el resto -cinco de la tarde, las cinco- se abre paso a codazos para llegar antes de que la profesora cierre definitivamente por hoy la puerta de la clase. Que a estos, sí, no les importa hacer los deberes, aprender una poesía, leer un cuento. Ya vendrán tiempos peores de obscena Secundaria para protestar y rebatir que no, que la culpa de que no haga los deberes es tuya, profe -me decía aquel, al fondo a la izquierda-, que es tu deber lograr que los haga.
Pobre, lastimoso ese, que piensa que el deber del profesor no es luchar contra la ignorancia, sino contra su ausencia de curiosidad...