Que Cristina Cifuentes renuncie a su máster es algo así como si yo renunciara a tener los ojos negros: daría exactamente lo mismo porque no se puede renunciar a lo que no se tiene y, si se tienen cosas como un máster o los ojos negros, tampoco. Por tanto, el renuncio de Cifuentes cae en el absurdo por definición. Mientras la presidenta madrileña no muestre urbi et orbi su trabajo de fin de máster para que todos podamos beneficiarnos de su ciencia infusa, su renuncia es inútil, superflua y gratuita: en otras palabras, no sirve de nada ni resuelve nada. Es cierto que si el máster apareciera sería noticia mundial, aunque por renunciar a él no dejaría Cifuentes de figurar como titular de un máster. Eso sí, salvo que quien único tiene potestad para ello, el Ministerio de Educación, lo anulara por haber sido conseguido de aquella graciosa manera ya conocida.
De modo que ni con máster ni sin él tienen arreglo los males políticos de Cifuentes, un fantasma político al que se le acaba el aire. Su actitud en toda esta pesadilla tiene un punto pueril y otro soberbio casi a partes iguales. Pueril es negar las evidencias y soberbio insistir en no asumir las consecuencias que se derivan de ser cargo público y mentirle a los ciudadanos. Su renuncia puede que convenza a algunos pocos pero el gesto de ética abnegación llega demasiado tarde y como a la desesperada por parte de alguien en cuya sinceridad ya no es posible confiar.
Ciefuentes ha mentido con descaro a los madrileños en particular y a los españoles en general, aunque ahora pretende cargar las culpas sobre la Universidad Rey Juan Carlos. Es cierto que sus dirigentes han tardado también lo suyo en espabilar, en tomar medidas y en llevar este asunto a la Fiscalía, pero al menos han hecho algo más que esconderse. Cifuentes no ha hecho nada de eso y cuando un responsable público de su relevancia falta a la verdad como ha hecho ella a lo que hay que renunciar no es al máster sino al cargo. Ahora bien, si se mantiene aferrada a él como una lapa no es sólo por su soberbia política y el convencimiento de que su carrera política ha entrado en barrena. Es también porque el partido en el que milita y el partido con el que gobierna lo permiten.
El PP porque no quiere dar su brazo a torcer a Ciudadanos obligándola a dimitir y colocando en su lugar a un desconocido segundón a un año de las elecciones. Lo más patético e incomprensible es que cuanto más tiempo pase mayor será el estropicio político para Cifuentes, para Rajoy y para el PP. Y Ciudadanos porque si llevara sus arengas de regeneración ética a la práctica ya habría roto el acuerdo con el PP y habría anunciado su apoyo a la moción de censura que encabeza el PSOE. En su lugar y con el objetivo de quemar a Cifuentes e impedir que un socialista gobierne en Madrid, alarga una función a la que hace días se le acabó el recorrido. Una vez más se impone el postureo y el cálculo electoral de los partidos y de sus líderes en donde debería imperar el interés general de los ciudadanos. Esto por no hablar del dañado prestigio de la Universidad Rey Juan Carlos y de los estudios de posgrado en España, mayor cuanto más se alargue este docudrama, y en el que ni los partidos ni sus dirigentes parecen reparar lo más mínimo enfrascados como están por ganar poder o por no perderlo.