Revista Cultura y Ocio
No sé saben de qué consuela el frío, a qué secreto alivio nos conduce, el modo en que nos hace pensar en los refugios, en todos esos lugares a los que encomendamos la tarea de que nos salven. Estamos a la intemperie. A poco que uno pone el pie en la calle o lo pone en casa, se produce el roto, se hace visible el desagüe por donde vamos cayendo. No se tiene la certeza de que los refugios sean obligatoriamente domésticos. Pueden estar en un parque o en una calle en la que fuimos felices o en un bar.Tampoco sabemos, una vez caídos, dónde vamos. Si a un lugar mejor, en todo caso. Detrás de un agujero, hay otro. Todos se comunican. El frío los comunica. Se va uno dejando llevar, buscando el refugio, el rincón en donde encontrarse. El problema es que, sabiendo dónde estamos, no sabemos qué lugar es ése. Da igual que reconozcamos el paisaje que lo rodea o que sintamos que es familiar. Lo difícil, lo que no siempre se consigue, es el lugar al que pertenecemos, esa especie de útero doméstico que nos recompone. A veces es un sillón de orejas, junto a la ventana. O la cama, la dulce y la cómplice cama. Pero puede ser la casa de un amigo, en donde nos agasajan y nos abrazan y nos quieren. O un poema de Keats. Anoche volví a leer a Keats. No sé cuántos años hacía que no leía a Keats. Me contó una felicidad que recordaba, pero que andaba diluida, como en fuga. Son días de frío, éstos. Días en los que una amiga te dice que cojas un libro y no pienses en nada que no te convenga. Nada que rebatir en ese argumento. Los libros te hacen no pensar en otra cosa salvo las que te cuentan. Hay que saber leer. Sobre todo hay que saber leer. Y Benítez, en el As, ajusticiado ya. Qué barbaridad, qué disgusto, qué pena más honda.