Revista Cine
No vi mucho este fin de semana largo. De hecho, de la cartelera comercial solo pude ver El Crimen del Cácaro Gumaro (México, 2014), tercer largometraje de Emilio Portes (Conozca la Cabeza de Juan Pérez/2008, Pastorela/2011) escrito en colaboración del Botellita de Jerez Armando Vega Gil y el Güiri-Güiri Andrés Bustamante. El resultado, para acabar pronto, es consternante. Pero, primero, déjeme hacer una larga digresión, como sigue: La decadencia del más grande comediante que ha dado este país, German Valdés "Tin-Tan", llegó muy rápido, debido al exceso de trabajo. Entre Calabacitas Tiernas (Martínez Solares, 1949) y El Vizconde de Montecristo (Martínez Solares, 1954) hay solo cinco años pero en ese lapso Tin-Tan apareció en 20 filmes, en 19 de ellos como protagonista. No hay comediante que aguante ese ritmo sin desgastarse y Germán Valdés no tenía por qué ser excepción. De ahí en adelante, durante el resto de los años 50, Tin-Tan y el equipo que lo rodeaba mostraron signos de una decadencia cada vez más lastimosa. Y, sin embargo, de vez en vez, sacaban la cabeza, ayudados por el muy mexicano relajo. Cintas como Lo que le Pasó a Sansón (Martínez Solares, 1955) o Los Tres Mosqueteros y Medio (1957) funcionaban a medias porque no se tomaban nunca en serio, porque los anacronismos eran manejados con soltura (Oscar Pulido le le pedía a "su reina" bailar el chachachá, los mosqueteros cantaban "Oye Mosquetero/Paga lo que Debes"), porque no se descartaba nunca la gracejada más absurda (Sansón -o sea Tin Tan- era llamado chichimeca) y porque había un grupo de actores dispuestos a tomarse muy en serio eso de hacer reír (algún mandamás bíblico era presentado como "el joven príncipe que acaba de cumplir sus primeros cien años" y luego aparecía un Andrés Soler con lentes negros y levantando su cascada voz). A lo que voy es que ninguna de esta cintas de la etapa decadente de Tin-Tan es especialmente lograda. No son más que una retahíla de sketches carperos unidos por la más elemental de las premisas: la parodia, sea de alguna anécdota bíblica o de una novela clásica. Y, sin embargo, reto al lector a que deje de ver Lo que le Pasó a Sansón o Los Tres Mosqueteros y Medio si llega a encontrárselas en la tele. Son películas muy menores, realizadas apenas funcionalmente y, sin embargo, algunos de sus chistes siguen dando en el blanco y sus repartos no tienen desperdicio. Vamos, es cierto: esos filmes son puro relajo. Un relajo disruptivo y caótico: divertido, pues. No es el caso de El Crimen del Cácaro Gumaro. La larga digresión tintanesca tenía este objetivo: subrayar que el problema no es el guión mal-hilvanado de Portes-Vega Gil-Bustamante ni que la película no sea más que una parodia (del cine de arte, de los festivales de cine, del consumo cinéfilo en México, de los espectadores tragapalomitas, de las mejores/peores cintas mexicanas de los últimos años, etc., etc., etc.) ni que la historia apenas funcione como un simple excipiente para una serie de sketches. El asunto es que el filme no es lo gracioso que debería ser. Así de simple.Bustamente, quien interpreta a Don Cuino Meléndez de la Popocha -pariente cercano de Don Perpetuo del Rosal- es el corrupto alcalde de Ciudad Güepez. Ahí, los dos hermanos Gumaro (Carlos Corona) y Archimboldo (Alejandro Calva) se disputan la herencia de su padre (Eduardo Manzano), el dueño del único cine del lugar. Mientras Gumaro quiere remodelar el cine Linterna Mágica, "Archi" quiere demolerlo para poner un Oxxo. O un estacionamiento. O lo que sea, pero algo que deje mucho dinero.A lo largo de la cinta, entonces, veremos a los dos hermanos darse en la torre una y otra vez, en un desmadroso universo fársico que tiene destellos de dibujo animado de la Warner, destellos de eficaz comedia física y mucho de puro pinche relajo mexicano, pero no del más gracioso. Y si bien algunas veces el humor da en el blanco -el rolling gag del mutilado es chistoso al inicio, el slapstick que pasa al fondo del encuadre está bien montado, los "nortes" que les da Don Cuino por teléfono a los gringos para que vengan a salvar a Güepez están cotorros-, la realidad es que el mismo problema que mostraba Portes en su anterior filme, Pastorela, vuelve a aparecer aquí, pero a lo bestia: una mera acumulación de puntadas, una ausencia de disciplina, un grupo de actores perdidos en sus propios recursos y una serie de cameos que no tienen sentido, a no ser el objetivo de echar relajo con los cuates. Que si Juanito, que si Jis y Trino, que si Chabelo, que si Alberto Rojas, que si Alfonso Zayas, que si Kate del Castillo, que si hasta el "temido crítico" Silvestre López Portillo (bájenle, bájenle: mi estimado Silvestre es un pan de Dios y no le tienen miedo ni sus talibanes).Insisto, el relajo, por sí mismo, no necesariamente es malo si las dosis son pequeñas y si, por lo menos, sus ejecutores tienen algo de gracia tintanesca. El problema es que, tarde o temprano, el relajo por el relajo mismo agota, se agota y nos agota. Para decirlo en palabras de su muy citable fenomenólogo, el filósofo Jorge Portilla, el relajo puede expresar una "conducta de disidencia", sí, pero también puede volverse "la expresión de una voluntad de autodestrucción". O, como en este caso, de autosaboteo. Y es que la comedia es algo demasiado serio como para echar puro pinche relajo.