Revista Cine
El Rostro (Argentina, 2013), de Gustavo Fontán. Exhibido dentro de la retrospectiva de Fontán que el FICUNAM 2014 programó hace unos meses, El Rostro ha regresado a las pantallas nacionales en un estreno cultural programado en la Cineteca y, supongo, en su circuito cultural. El planteamiento de la opus número 12 de Fontán es vagamente narrativo. Es obvio, desde las primeras imágenes, que el cineasta y sus fotógrafos (Luis Cámara y Gustavo Schiaffino) aspiran a ser "poetas" y no "prosistas" del cine. La historia es mínima: un hombre maduro llega por bote a algún lugar del interior argentino. En ese sitio, desolado, el hombre hace una comida: su mujer está por ahí, sus amigos, acaso sus hijos pequeños. Fríen pescados, comen, juegan, se echan al agua. La naturaleza los rodea. Ellos son vistos por las cámaras (digital, Súper 8, 16 mm.) como parte de la naturaleza. Mejor dicho: son como la naturaleza misma. De todas formas, la mirada de Fontán es todo menos naturalista, pues el blanco y negro estilizado, además del cambio de textura entre corte y corte -de digital a 16 mm a Súper 8 y de regreso- nos aleja de cualquier tono realista-documental.Entiendo la idea que está detrás de la cinta -la fusión del ser humano y su imagen cinematográfica con la naturaleza misma-, pero la ejecución fílmica de ella no me dejó nada. Debe ser un problema de sensibilidad personal y lo acepto: acaso lo mío no sea el cine poético. O, si usted quiere, este tipo de poesía en particular.
Un Pasado Imborrable (The Railway Man, Australia-GB-Suiza, 2013), de Jonathan Teplitzky. Impecablemente producida y con una actuación notable de Colin Firth, este melodrama bélico ubicado en los mismos terrenos históricos/geográficos que El Puente sobre el Río Kwai (Lean, 1957) no pasa del mero palomazo bien filmado. Mi crítica, en el Primera Fila del Reforma del viernes pasado.
Se Levanta el Viento (Kaze tachinu, Japón, 2013), de Hayao Miyazaki. La cinta-despedida de Miyazaki es fiel a las obsesiones del gran cineasta japonés. Escribiré de ella in extenso en unos días.
Joven y Bella (Jeune & Jolie, Francia, 2013), de Francois Ozon. El décimo-cuarto largometraje de Ozon es un hueso duro de roer. Por un lado, presume una realización irreprochable, con una episódica narración fílmica que avanza de manera elegante, aviesamente acompañada de sendas canciones románticas interpretadas por Francoise Hardy. Por el otro, la historia -escrita por el propio Ozon- se desarrolla como una enigmática y opaca crónica de una muy cuestionable elección vital: la prostitución como radical forma de realización femenina. De hecho, en el ¿imaginado? desenlace, la joven y bella protagonista de 17 años, Isabelle (la modelo convertida en actriz Marine Vacth), escucha como la melancólica viuda -la gran Charlotte Rampling- de uno de sus ancianos clientes -Johan Leysen- le confiesa que alguna vez, a esa misma edad adolescente, ella también soñó en ser prostituta, pero que nunca tuvo la valentía de serlo. Es decir, ser puta es, para Isabelle -¿y para Ozon?- una opción perfectamente válida, acaso la única elección de vida plena para algunas mujeres que no pueden superar el perpetuo ennui existencial en el que sobreviven.La propuesta dramática de Ozon nunca deja de ser interesante. La historia avanza por senderos inesperados -la muerte de un cliente en pleno acto sexual, la aparición de la policía que sugiere un thriller nunca desarrollado-, llega a frustrantes callejones sin salidas -la relación del hermanito menor ¿gay? Victor (Fantin Ravat) con su hermana mayor Isabelle, los coqueteos de Isabelle con su comprensivo padrastro (Frédéric Pierrot), el noviazgo de Isabelle con un compañero del liceo- y va soltando, por aquí y por allá, justificaciones del inexplicable comportamiento de la protagonista que, al final, resultará ya no tan inexplicado.Alguien podría apuntar que Joven y Bella es una Bella de Día (Buñuel, 1967) del nuevo siglo pero, aunque puede haber algo de ello, la realidad es que Ozon no tiene la desbordada imaginación del cineasta aragonés ni, tampoco, la voluntad lúdica/transgresora del clásico buñueliano. Hay, en contraste, una suerte de triste aceptación de Isabelle del propio tedium vitae (Ayala Blanco dixit) en esa última imagen en la que la vemos sonriendo para sí misma en la habitación 3095, acaso el único sitio en donde ha sido feliz. ¿O menos vacía?