Algunos pueden empezar a leer a Shakespeare y Hawthorne en la misma página. Acaso digan que, de necesitarse una ilustración, habría bastado una luz menor para elucidar a Hawthorne, ese hombrecito de ayer. Pero no me pongo voluntariamente entre aquellos que, al menos en lo que a Shakespeare toca, ejemplifican la máxima de La Rochefoucault: “exaltamos la reputación de algunos para abatir la de otros”, esos que, para mostrar a todos los aspirantes de alma noble que no tienen esperanza, declaran a Shakespeare absolutamente inigualable. Pero han igualado a Shakespeare. Hay mentes que han penetrado en el universo tanto como Shakespeare. Y apenas habrá un mortal que, en un u otro momento, no haya tenido pensamientos tan grandes como los que es posible encontrar en Hamlet. No debemos calumniar por inferencia a la humanidad porque haya ensalzado a un hombre, no importa quién. Sería una compra de desprecio demasiado barata para que se la permita una mediocridad consciente. Además, esta adoración absoluta e incondicional a Shakespeare ha terminado por ser parte de nuestras supersticiones anglosajonas. Los Treinta y Nueve Artículos son ahora cuarenta. En este asunto ha terminado por darse la intolerancia. O se cree en lo inigualable de Shakespeare o se abandona el país. Pero ¿qué creencia es ésta para un estadounidense, un hombre obligado a llevar el progreso republicano a la literatura y asimismo a la vida? Créanme, amigos míos, hombres no muy inferiores a Shakespeare están naciendo hoy mismo en las orillas del Ohio. Y llegará el día en el cual ustedes se pregunten: ¿Quién va a leer un libro escrito por un inglés de hoy en día? Al parecer, el gran error está en que incluso aquellos estadounidenses que aguardan la llegada de un gran genio literario entre nosotros, de algún modo imaginan que aparecerá con ropas de la época isabelina, sea un escritor de dramas basados en la historia inglesa o en los cuentos de Bocaccio. Así como los grandes genios son parte de la época, son a la vez la época y adquieren la coloración correspondiente. Lo mismo ocurre con los judíos, que mientras su Shiloh caminaba humildemente por sus calles, ellos seguían rezando para conseguir su llegada magnífica, buscando en una carroza a quien ya estaba entre ellos sobre un asno. Tampoco debemos olvidar que, en vida, Shakespeare no era Shakespeare, sino simplemente don William Shakespeare, de la astuta y próspera firma de Condell, Shakespeare y Cia., propietarios del teatro El Globo de Londres; y un autor cortesano, de nombre Chettle, lo despreciaba como un “cuervo en ascenso” embellecido “con las plumas de otras aves”. Porque, nótese bien, la imitación suele ser la primera acusación lanzada contra la originalidad. Por qué ocurre así, no tenemos aquí espacio para explicarlo. Se necesita mucho espacio marino para decir la verdad, en especial cuando parece presentar en su aspecto una novedad, como sucedió con América en 1492, incluso aunque entonces era tan antigua como Asia o más. Pero los marinos comunes y corrientes, esos sagaces filósofos, nunca antes la habían visto y juraban que todo era agua y brillo de luna.
Herman Melville
Hawthorne y su Musgos
[por un virginiano que pasa el mes de julio en Vermont]
Ilustración: Gabriel Pacheco
Moby Dick editado por Sexto Piso