Todo aquella mañana pasó muy rápido, los coches con el altavoz de la campaña, el recuerdo de Isabel diciéndome al oído “¿no es esto lo que quieres?”, la llamada por el portero “baja ya mamá”. Y mamá y su perfume, su tranquilidad, el bulto de la pistola de papá en el bolso. El brillo en los ojos. La sonrisa en los labios pintados de ese carmín rojo sangre. Y aquel paseo que dimos, tan rápido, la brisa de la primavera, el olor del río, de la humedad oculta en los juncos y en la orilla.
Todo pasó muy rápido y el estruendo del disparo, una vez, otra vez. Y la sangre que era menos roja de lo que esperaba. El olor de Isabel mezclado con la pólvora y con la humedad. En mi cabeza aquella pregunta revolotea como una polilla africana:”¿no es esto lo que quieres?”, repetida una y otra vez, cerca de mi oído, y el calor de su pestilente aliento a tabaco y a colutorio dental y a perfume caro.
Todo fue rapidísimo, la pasarela, el Bernesga susurrando, Isabel con la boca abierta queriendo articular un grito y sin apenas emitir ni un sonido, mamá corriendo, yo corriendo. La vida corriendo a toda velocidad para todos, menos para Isabel que quedó allí en el medio del puente.
Y desde ese momento, desde el segundo después de todo eso que sucedió tan rápido, desde que dejamos de pisar la pasarela, se paró todo. Está todo parado.
Hasta hoy, hasta que el juez me ha preguntado, y le he dicho que no sé, que se me ha olvidado todo, porque todo pasó muy rápido.