Revista Cultura y Ocio
Ayer, mientras tomábamos unas cervezas, una amiga me preguntó de improviso cómo eras. ¿Cómo era tu padre, Eva?
Creí que le diría cuatro vaguedades, pero cuando empecé a hablar ya no pude parar de narrarte, de reconstruir nuestra historia privada en palabras. Quizás, sin saberlo, ayer intenté devolverte un poco a la vida a fuerza de nombrarte, como hacían los egipcios al leer varias veces el nombre del difunto ante su tumba.
Te mató un cáncer, le dije. Hace trece años y siete meses. Le expliqué que tu empresa tiene el índice más elevado de casos de cáncer en todo el estado español. Sigue muriendo gente ahí, sin darse cuenta. A tus jefes les faltó tiempo para sustituirte, y no vinieron a verte ni una sola vez. Oh, sí. Aparecieron en tu entierro. Tenías que haber visto a mamá. Los echó a patadas.
No le expliqué a mi amiga los detalles de tu enfermedad. Yo tampoco quería recordarlos; no quería que ella te imaginara apagándote y desesperándote al saber que te morías. No, yo quería que ella te viera rendido y muerto de sueño, regresando muy tarde a casa, de noche, tras un turno de doce horas, convencido de que ése era tu papel de padre: la persona que había de darnos sustento, educación y todo aquello que no pudiste tener en tu infancia durísima de niño huérfano, aunque eso significara no vernos, o vernos muy poco.
Le expliqué que querías ser pintor pero renunciaste a tu sueño para mantener a tu familia. Que modelabas figuras de barro y madera y que me enseñaste a amar el silencio de los museos y los números romanos en las aras de las calles de Tarragona.
Le dije que fuiste increíblemente estricto y exigente conmigo en materia de estudios. Me enseñaste a multiplicar y la regla de tres mucho antes de que lo aprendieran mis compañeras. Tú estabas orgulloso de ello y precisamente por eso yo nunca te dije que precisamente por destacar tanto,la profe de mates y alguna compañera me tenían manía. Pero no me importaba, porque tú querías que yo fuera perfecta en todos los sentidos, que llegara más lejos, que viviera mejor, que subiera más alto: un padre tigre para una hija cervatillo que aprendió a pintarse la piel de amarillo y negro sólo para gustarte. Encontré en los estudios el camino para acercarme a ti, me esforcé al máximo y llegaron las matrículas de honor, el premio extraordinario de licenciatura, los excelente cum laude. Era tan duro estar a la altura de tus expectativas, papá, pero lo intenté siempre. De hecho, aún no dejo de intentarlo.
Una vez, mientras paseábamos por el puerto de Tarragona –siempre íbamos cogidos de la mano, a veces de la cintura- te paraste de improviso y me dijiste que tenías dos hijos que te llenaban el alma. Y me abrazaste fuerte, fuerte. Casi nunca bajabas la guardia, papá, y por eso sé que me amaste de veras, en ese momento que es para mí el más hermoso de nuestros recuerdos.
Me sentí tan cerca de ti mientras le explicaba cómo eras, cómo fuimos tú y yo, papá. Ella me dijo que le habría encantado conocerte, pero no sé si os habríais caído bien. Ya ves que ella me hace preguntas de ésas que te hacen llorar; algo que a ti y a mí nunca nos gustó demasiado, quizás porque en el fondo nos sabemos vulnerables y hay tanta mala gente capaz de herirnos con demasiada facilidad… Ella dice que va a lograr que el mundo no me duela tanto. Creo que se ha propuesto que confíe en ella. Pensándolo mejor creo que sí, quizás sí te habría gustado conocerla. Estoy harta de equivocarme, pero aun así creo que voy a darle una oportunidad.