Revista Opinión
Ya huele a Carnaval, se habla del Carnaval y se prepara la gente para celebrar y disfrutar del Carnaval. Una fiesta popular para la desinhibición y los disfraces que precede la llegada de la Cuaresma, ese período religioso que prohíbe e inhibe los “excesos” de la carne, también en la alimentación. Frente a las limitaciones que vendrán, el Carnaval supone aprovechar con humor la libertad transitoria del presente.
Se trata, pues, de un desahogo que se le permite al pueblo por parte de los poderes terrenales a que estaba -y está- subordinado: el rey y la Iglesia o, lo que es lo mismo, la ley y la moral. Históricamente, la palabra carnaval proviene del hecho de “comer carne por última vez” antes del ayuno que impone la Cuaresma. La Iglesia tolera el carnaval como válvula de escape que libera la presión de prohibir “la carne” en el período cuaresmal y, lujuriosamente, durante todo el año. Y el Poder consiente ese resquicio de “libertad” que el pueblo aprovecha para burlarse, calmando su malestar, de quienes lo oprimen y explotan el resto del tiempo.
En España, la Guerra Civil prohibió, en 1936, la mayoría de las festividades, incluidas los carnavales. Cádiz consiguió recuperarlos, con limitaciones y sin disfraces, tras la explosión de un depósito de minas que, en 1947, dejó la ciudad cubierta de cadáveres y sumida en la tristeza y el luto. El Gobernador Civil de la época consiguió que se recuperara, sin nombrarlo, como “fiestas populares de Cádiz” para que devolviera el buen humor, el ánimo y la alegría a los gaditanos. Posteriormente, con la restauración de la democracia en nuestro país, otras localidades españolas volvieron a celebrar sus tradicionales carnavales de febrero.
Y desde entonces, llegada esta fecha, el aire se llena del aroma de Carnaval, de los cánticos carnavaleros y de las ganas de fiesta y diversión que, por una vez al año, nos impulsa a las calles para reírnos de todo lo existente en cielo y tierra, también de nosotros mismos. Ya se respira Carnaval.