Los trascendidos acerca de un desdoblamiento cambiario crecen a medida que se acerca el feriado de Semana Santa. Una devaluación del peso, que beneficiaría a los que fueron acaparando divisas mediante la fuga de capitales, sería un auténtico ‘voto de pobreza’ para la mayoría de la población. Ahora que los K recibieron la bendición papal, sería una suerte de ‘agua bendita’ para exportadores industriales, como Techint y las automotrices, y para quienes compiten con productos extranjeros. El tipo de cambio se desdoblaría en tres o cuatro, para atender a las necesidades de cada sector capitalista y las urgencias fiscales del Estado. La devaluación reduciría el ‘costo laboral’ medido en dólares, y de este modo incrementaría los beneficios patronales. En los precisos momentos en que los doctrinarios del oficialismo insisten en que la inflación es una consecuencia de lo que llaman “la puja distributiva”, la devaluación inclinaría la pulseada pesadamente hacia el lado de los capitalistas. Para las mineras y para YPF sería un maná del cielo (siempre en el espíritu de la resurrección). Un dólar alto eliminaría los obstáculos para remitir ganancias al exterior, lo cual cerraría los litigios con Vale do Río Doce, que volvería a invertir en el yacimiento de potasio, y con Chevron y otras petroleras, que se animarían a hacer lo mismo con la veta de gas no convencional en la localidad neuquina de Vaca Muerta. La exportación de soja también tendría un beneficio, precisamente en vísperas del comienzo de los despachos de la cosecha. El gobierno ganaría con un incremento de lo que cobra por retenciones y con un ingreso fuerte de dólares; sin la devaluación, correría el peligro de que ocurra lo contario –que el ingreso de divisas por la exportación se convierta enseguida en fuga de capitales. Una devaluación desvalorizaría los ahorros ‘pesificados’; como las tasas de interés ya son altas, servirían para atraer dinero del exterior, que se cambiaría por un peso devaluado. Para ‘tranquilizar’ a los mercados, los K utilizarían el feriado largo de Cristo y el aniversario de Malvinas. Una semana para ‘meditar’. La devaluación haría saltar por los aires el congelamiento de precios de Moreno y las negociaciones paritarias y pondría al país ante un nuevo ‘rodrigazo’. Por ‘necesidad y urgencia’, los salarios se ajustarían por decreto. El gobierno supone que la recesión industrial que desataría la devaluación ayudaría a poner en caja la llamada “presión gremial”, incluso si es por poco tiempo, dado que los precios de la exportación argentina siguen altos.
El abandono más o menos completo del cepo cambiario, que acompañaría a la devaluación, debería provocar una suba de los bonos de la deuda pública de Argentina, tanto en pesos como en dólares. Sería un buen ‘incentivo’ para llegar a un arreglo con los ‘fondos buitres’ que litigan en Nueva York, precisamente cuando un tribunal de apelaciones de esa ciudad debe fallar sobre una demanda por la deuda externa que no entró en los canjes de 2005 y de 2010. De acuerdo a los chimentos, Argentina la ofrecería pagar con nuevos bonos, con vencimientos hasta 2045.
Consumado este ajuste contra los trabajadores, el Papa Francisco se encargaría de convocar a los argentinos a la misericordia. Más adelante – en julio – vendría al país. Como cuando Juan Pablo II vino, en 1982, a predicar la rendición de Malvinas, Buenos Aires volvería a “vale(r) una misa”.
Jorge Altamira