No todos los políticos son malos, pero todos son culpables porque el que no está implicado en la corrupción y el abuso es cómplice por su cobardía y silencio. La única forma de acabar con esa lacra es el rechazo abierto del ciudadano a esa clase política contaminada y dañina, un rechazo activo que debe manifestarse en todos los ámbitos de la vida, desde las urnas a los actos públicos, desde la relación personal a la creación de opinión. Es la única manera de ponerlos de rodillas y de obligarles a que valoren al ciudadano, que es el soberano del sistema, y a que respeten una democracia que han transformado, traidoramente, en una sucia dictadura de partidos.
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Por desgracia para todos nosotros, ser patriota en España conlleva el deber de despreciar a los políticos y hostigarlos hasta conseguir que nos devuelvan la democracia que nos han arrebatado y prostituido.
Hay cientos, miles de razones que justifican y convierten en justo y necesario el desprecio a los políticos: han arruinado el país; se han endeudado hasta la locura; se han atiborrado de privilegios y ventajas; han despilfarrado; han hecho pagar a los más desprotegidos, a las clases medias y a los empresarios, la durísima factura de una crisis que ellos mismos han generado; han trucado y envilecido concursos públicos y oposiciones, beneficiando a sus amigos y marginando a los adversarios; han falseado las cuentas públicas y ocultado deudas y despilfarros; han permitido, olvidando sus obligaciones reguladoras, que los bancos practicaran la usura, vendieran productos financieros basura y repartieran hipotecas como si fueran churros; han convertido el Estado en un refugio para sus parientes, amigos y compañeros de la política; han infectado al país de corrupción; han incumplido todas las leyes y reglas de la democracia; han aplicado desigualmente la ley, beneficiando a los amigos y aplastando a los adversarios, han estimulado los nacionalismos y los independentismos, sólo para conseguir sus votos y seguir mandando; han comprado votos, voluntades, instituciones y empresas con dinero público; han invadido y ocupado la sociedad civil, privándola de la independencia y de la fuerza que necesita en democracia para servir de contrapeso al poder político; han mentido a los ciudadanos, que son los soberanos en democracia; han desprestigiado a España en el concierto mundial; han llenado el país de desempleados, pobres y gente presa de la desesperación y la tristeza; han incumplido muchos mandatos constitucionales, desde el que garantiza la igualdad ante la ley hasta los que aseguran trabajo y vivienda para los ciudadanos; han corrompido con dinero y privilegios a los sindicatos, a la patronal y a buena parte de la prensa; han arruinado a miles de empresas y empresarios autónomos; han incumplido la ley no pagando sus deudas; han relegado la educación, haciendo de España uno de los países peor formados del planeta; han convertido a España en refugio y oasis para bandas de delincuentes internacionales; han preferido desmontar el Estado de Bienestar y rebajar prestaciones tan básicas y necesarias como la sanidad y la educación, antes de renunciar a sus privilegios y de suprimir la financiación, a cargo del Estado, de sus partidos políticos; han arruinado la seguridad ciudadana y la convivencia, utilizando a la policía como guardaespaldas y para defender sus propios privilegios elitistas; han asesinado la democracia, convirtiéndola en una sucia oligocracia de partidos; han liquidado la esperanza, la confianza, la cohesión y gran parte de los valores y principios que nos garantizaban la decencia y el orgullo como pueblo.
Si después de todas esas fechorías, comprobadas y demostradas, usted sigue respetando a sus políticos, sean del color que sean, es que tiene alma de esclavo y ha perdido esa dignidad suprema del ciudadano que le impide delegar aspectos tan indelegables como la voluntad política y la decencia.
Despreciar a los políticos significa nunca darles la mano, ni presentarles a nuestras familias; jamás acudir a actos públicos en los que ellos estén presentes; no votarlos nunca, ni confiar en sus promesas, ni votar lo que ellos recomienden, ni entregarles voluntariamente nuestro dinero, ni otorgarles admiración, confianza u obediencia; no ser audiencia de los medios que ellos manipulan y sentirse obligados a abuchearles y pitarles cuando comparezcan en público.
Son castigos ciudadanos llenos de dignidad, cuyo fin es obligar a los políticos a que respeten la democracia y las reglas del juego político. Nuestro deber de ciudadanos exige rechazarlos sin descanso y despreciarlos hasta que cambien de rumbo, renuncien a su impunidad práctica y demuestren que los canallas, sinvergüenzas y chorizos que están incrustados en sus filas han sido sentados ante los tribunales.
Ni siquiera merecen nuestros impuestos ni nuestro esfuerzo ciudadano porque, mientras sus filas estén pobladas de chorizos, no está garantizado que esos dineros del pueblo no sean empleados para enriquecer a los más corruptos o para financiar privilegios inmerecidos, lujos incosteables y compra de votos y de voluntades. Un ciudadano, cuando se siente rodeado de corrupción y ha perdido la confianza en sus instituciones, sólo paga impuestos por temor al castigo, nunca con la generosidad del contribuyente solidario.
El rechazo y el desprecio a los políticos son un castigo directo del ciudadano a una casta política que ha demostrado su fracaso y su indecencia hasta la saciedad. Debe aplicarse a aquellos políticos que no han pedido perdón, ni han rectificado su deriva encanallada, ni han demostrado su voluntad de regenerar la democracia española. Ese castigo es el camino más directo y seguro para acabar con el abuso y la corrupción y para establecer los cimientos de la regeneración.
Para cualquier ciudadano decente, despreciar a los políticos que han hundido a su país e infectado la sociedad no es una opción sino un deber.