[Sección Literatura] Entre Letras con… Jesús Comesaña (II)
Vanesa Medina 28 febrero, 2014 0
¡Último viernes del mes! ¡Y festivo en Andalucía! ¿Qué mejor manera de celebrarlo que leyendo?
Pues aquí os dejamos la segunda parte de la historia escrita por Jesús Comesaña. Esperamos que disfrutéis de ella y os animéis a comentar qué os parece.
Jesús Comesaña
Un gran aficionado a los videojuegos desde que tengo memoria (empecé con megadrive), jugador de rol empedernido desde los 11/12 años, cinéfilo, y escribo desde los 13 años. A estas alturas, me gustaría ganarme la vida escribiendo. También soy lector asiduo desde los 11 años.
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La torre de vigilancia
Clara no conseguía hacerse una idea de qué podía haber pasado en aquella prisión–ciudad. Se suponía que era un sitio seguro, igual que los demás puestos de avanzada, pero en lugar de encontrar a personas bulliciosas, se había topado con aquél puñado de zombis. Parecía que encontrar a los hijos de puta que se la jugaron a Dani y a ella en su última misión iba a ser difícil.
—¿Queda muy lejos la torre de control? —preguntó Sergio—. Esta manguera pesa bastante…—se quejó—. Y mientras cargo con ella no puedo apuntar bien.
—No necesito que dispares —le contestó ella, tajante—. Necesito que te mantengas alerta, los oídos atentos y los ojos bien abiertos. Nunca sabes por dónde puede aparecer uno de esos cadáveres.
Sergio refunfuñó. Sentía que Clara no confiaba nada en él. Para ser sincero, él tampoco confiaría su vida a alguien que se había cagado en los pantalones al ver a un zombi y no había pegado un solo tiro cuando trataban de escapar con vida de ellos… Pensándolo fríamente, había sido una carga desde que abandonaron los muros.
—No le des más vueltas a la cabeza, Sergio —le dijo ella—. Tienes cara de estar exprimiéndote la mollera de mala manera, y te necesito aquí, atento.
No intentó discutirle, simplemente, levantó la vista al frente y trató de hacer lo que le pedía de la mejor manera posible. Caminó tras Clara por los pasillos, cargando con la pesada manguera de incendios. Aquél sitio, más que una prisión, parecía un laberinto. Con los años, los habitantes habían adaptado el lugar a sus necesidades, y nuevos pasillos, habitaciones improvisadas y toda clase de cosas habían ido apareciendo. Habían atravesado ya dos módulos —o eso suponía Sergio al leer algunos de los carteles que colgaban de las paredes— y no parecía que fuesen a encontrar pronto la entrada a la torre de control.
—Atento —le avisó Clara, extendiendo el brazo para detener a Sergio—. ¿Escuchas eso? Es el zumbido de una cámara de seguridad. Espera a que mire hacia allá, y entonces sígueme.
Sergio se detuvo y escuchó. El zumbido del motorcillo que hacía girar la cámara era lo único que se escuchaba en toda la galería. Cuando la cámara apuntó en la dirección contraria a la que se encontraban, ambos corrieron bajo ella. Cruzaron la galería cuando la cámara giró de nuevo. De repente, Clara se movía más deprisa, ojeando cada puerta rápidamente. En menos de cinco minutos, estaban delante de una puerta de seguridad entreabierta. Tras la puerta, unas escaleras que giraban al ascender, a una incierta y oscura habitación.
—Entra y cierra la puerta —dijo Clara, con tono autoritario—. Espera hasta que te llame.
Sin decir ni una palabra más, subió las escaleras, con el cañón del arma por delante, en alto. A mitad de la escalera se detuvo. Un extintor había llamado su atención. Según el indicador de presión, estaba lleno, sin usar. Lo cogió y subió el último tramo de escaleras. Como esperaba, la puerta estaba cerrada. Y, seguramente, al otro lado hubiera alguien con un arma, esperando pacientemente a que la puerta se abriese. Enganchó como pudo el extintor al pomo de la puerta. Corrió hasta el reborde de la escalera, apuntó, tomó aire, expiró y apretó el gatillo. Rápidamente, se cubrió tras la esquina. La cerradura, junto al extintor, estalló. Clara corrió escaleras arriba, atravesando una fina nube de polvo blanco. Al alcanzar el umbral de la puerta, cargó con el hombro, derribando a alguien (o a algo). Sólo cuando escuchó la tos supo que era una persona, y no un cadáver. Apuntó con el arma al bulto que se movía en el suelo, entre el polvo que comenzaba a asentarse.
—Quieto… y puede que salgas de esta —le dijo—. ¡Sergio! ¡Atranca esa puerta y sube aquí, deprisa!
Sergio subió corriendo. Clara estaba desarmando al tipo que estaba tirado en el suelo. Le indicó que le acercase una de las sillas. Ella cogió otra, se sentó y apuntó al hombre.
—Sergio, busca algún lugar al que amarrar esa manguera y lanzarla por una de las ventanas. Nos vamos de aquí —dijo con calma, pero aún con la respiración alterada—. Todos podremos salir de aquí, si nos contestas a dos preguntas —añadió mientras Sergio se ponía manos a la obra.
—Lo primero, puedes llamarme Fran —dijo el hombre, de unos cuarenta años, mientras se masajeaba las costillas doloridas—. Lo segundo… ¿Qué preguntas? —Había vivido lo suficiente para saber que ahora mandaba ella.
—Bien, la primera es… ¿Qué ha pasado aquí? —le preguntó mientras revisaba la munición de la pistola del hombre—. Y date prisa, ambos sabemos que los muertos van a llamar a la puerta en breve.
—Eso es fácil. Ese cabrón de Antonio y su unidad la cagaron. Uno de ellos había sido mordido y lo ocultó, y esos gilipollas lo trajeron aquí dentro —dijo el hombre encogiéndose de hombros—. ¿Me devuelves mi arma ya? —preguntó el hombre, inquieto, mientras Clara sacaba balas del cargador.
—Todavía tienes que contestarme a una pregunta.
—Dispara.
—¿Hacia dónde han ido Antonio y los suyos? —preguntó, aún apuntando a Fran.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —se encogió de hombros. Clara apuntó a su cabeza, y Fran se estremeció—. Vale, vale. Quita esa cara de mala hostia. Se fueron hacia Refugio, al norte. Hace un día y medio, justo cuando estalló el brote.
La expresión de Clara se relajó. Viendo que Sergio había terminado de asegurar la manguera, se levantó. Fran se levantó también. La puerta de abajo cedió al peso de los muertos con un crujido.
—Bueno, ¿a dónde vamos? —preguntó Fran.
—Contigo, a ninguna parte —dijo Clara volviéndose. La rodilla izquierda de Fran estalló como un sandía madura, lanzando trozos rojos en todas direcciones. Fran cayó al suelo, gimoteando. Los muertos se acercaban.
—No te he olvidado, “Fran” —dijo Clara—. No he olvidado lo que me hiciste —añadió lanzándole la pistola—, te queda una bala. No digas que no soy generosa. Aprovéchala.
Clara se dirigió a la ventana abierta. Sergio ya estaba bajando.
—Claro que la aprovecharé, perra… —masculló Carlos.
Clara se aupó a la ventana, agarrándose a la manguera. De repente, sintió una fuerte punzada en el hombro derecho, una fuerza que la empujó con violencia, y lo último que vio fue la expresión estupefacta de Sergio, que se alejaba rápidamente de ella mientras caía. Luego, todo se volvió negro…
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