Revista Sociedad

Secretos de barra

Publicado el 03 julio 2019 por Abel Ros

Tras ver la Sexta Noche, me puse las chanclas y bajé al Capri. Necesitaba, la verdad sea dicha, una buena dosis de cafeína para despertar mis neuronas. Mientras estaba en la barra, una señora se acercó a mi vera. Me dijo que me conocía, que había compartido pupitre conmigo en el Primo de Rivera, el colegio que me vio crecer. La miré a los ojos y me vino a la mente aquella niña, de rizos azabaches, que cantaba Sufre Mamón las noches de luna llena. Las patas de gallo y el código de barras, como diría mi abuela si viviera, manchaban la belleza que existía en sus jóvenes primaveras. Se pidió un gintonic, se encendió un cigarrillo, y me tiró el humo a la cara. Me lo tiró como hacen las mujeres a deshoras, cuando buscan hombres para saciar sus deseos. Divorciada desde hace más de cinco años, no encontraba - me decía - perro que le ladrara.

Mientras tomaba café, ella me hablaba de su vida. Una vida podrida, me decía, por dejarse llevar más allá de su conciencia. Por no haber sido ella quien cogiera las riendas del caballo. Su trabajo de cajera, maldita sea, era la única satisfacción que mantenía en pie los últimos reductos de su autoestima. Con la belleza evaporada y la menopausia asomando a la vuelta de la esquina, no se sentía con fuerza para resucitar aquella joven que llevaba a los tíos de calle. Aquellos tíos que la invitaban a cerveza, a porros y carajillos para obtener su trofeo. Detrás de su mirada todavía se apreciaba el brillo de aquellos ojos negros. Ojos de gata, de diosa de la vida, que atraían al más santo de los curas. Me dijo que yo ya no era aquel niño, gamberro y golfo, que pasaba de los libros como ella de la vida. La vida, querida Lola, es un viaje lleno de sorpresas. A veces encuentras dinero otras, amor y desenfreno; y otra - la mayoría - desgracias; una detrás de otra.

El humo del Capri inundaba de pereza la hora de despedida. Tanto es así que llame a Peter. "Peter, por favor pon el Sufre Mamón de los Hombres G", le dije. En ese momento, Lola y yo comenzamos a cantar. A cantar en la soledad del garito, en la mitad de la noche. En medio de la nostalgia y la magia del recuerdo. Mientras cantaba, volví a ver las mismas carcajadas de aquella Lola de hace más de treinta años. Sin tacones, con los pies llenos de callos y las uñas encarnadas; ahí estaba ella convertida en Cenicienta. Peter se reía, se reía por ver a un par de frikis cantando una españolada ante el coro de los grillos. Salió de la barra, dejó su cáncer, sus deudas y demás piedras en la mochila, y se puso a bailar con nosotros. Eran las tres de la madrugada, sin un alma en la calle salvo los hombres del camión de la basura. Lola estaba contenta, había vuelto a ser aquella joven que miraba a la vida con ganas de vivirla. Aquella joven que horas antes envolvía sus penas en las burbujas del gintonic.


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