¿Se han parado a pensar en el amanecer de los lunes? Tal vez imaginen un despertar ahogado, rociado por la siniestra música del despertador, en que las pestañas luchan por despegarse de los párpados entre olas de legañas. ¿O les viene a la mente una sonrisa forzada, que recuerda que el fin de semana no está, por suerte, tan lejos como parece? Yo no sabría definirme, pues uno de mis últimos lunes despegó en suelo alemán, y me llevó a compartir el tranvía de la mañana con cientos de funcionarios, obreros y demás piezas de la clase trabajadora de Munich. Era temprano, como manda el manual del viajero que lucha contra el paso de las horas. Seguía nevando, pero ya no creo que esto les sorprenda. Lo he mencionado tantas veces que les propongo un trato. Sólo volveré a hablar del tiempo si he de contarles que logramos ver el Sol.
Al oeste de la ciudad, se levanta un palacio que en su día fue residencia de verano para la realeza. Le llaman Schloss Nymphenburg, y sólo entendí su nombre al viajar al pasado. Permítanme dejar este detalle para más tarde. Antes les diré que, al posar mis ojos en él, contemplé un escenario real, principesco, en el que una construcción imposible dominaba una escena vestida de nieve. Ni rastro de los jardines, ni de sus rojos tejados. Apenas un aliento exhalado por el camino que nace en la entrada. Sólo un volcán dormido, en medio de ninguna parte. Y un atisbo de vida en los cisnes que flotaban sobre el lago helado que le precede.
El palacio se divide en varias edificaciones, cada una con su propio cometido en otra edad, y que hoy sobreviven como fragmentos adosados de un recorrido a la salud del turista. Un gran salón espera a la entrada, acariciado por la luz que penetra por sus grandes ventanales. Como otras salas, está adornado por una gran pintura que nos miraba desde el techo, y que anunciaba el lujo que nos acompañaría al recorrer el resto de estancias. Tal vez ningún palacio merezca más su nombre que éste. En él conviven cientos de detalles que emergen hermosos y abrumadores, como símbolos del gusto más exquisito, pero que en mi memoria aparecen mezclados como los tonos de un lienzo pintado con acuarelas.
Sólo una cámara permanece en mi retina. Una habitación en la que las paredes custodian retratos. En todos ellos, el rostro de una bella joven mira de frente, buscando el posado exigido por el pintor y encontrando la mirada del visitante. Un trabajador explicaba a una pareja que las damas eran elegidas entre cientos para ser dibujadas. Una de ellas, con apenas quince años, grita en silencio su historia, desde el alma que el lienzo conserva encarcelada. Gritos y susurros, de Bergman. Lola Montez, y la borrosa marca que va dejando. Es de suponer que pagaron con algo más que su presencia para merecer pervivir en tan selecto lugar. El secreto permanecerá a salvo en el oeste de Munich, pero juraría que eran ellas las Ninfas del palacio.
Salimos de allí para ver un pequeño museo, lleno de carrozas de la época, y pasear por los jardines. Hundimos los pies en la nieve por propia voluntad, y nos aventuramos a entrar en un pequeño bosque para ser parte de un paisaje irrepetible. Un pequeño caserón se escondía entre los árboles. Era el rincón de tranquilidad de la reina, según nos contaron. Entramos, y encontramos un hombre paralizado por el frío. Estaba sentado en una vieja silla. Sus manos temblaban, y de su voz sólo salía un sonido apagado. Nos validó nuestro ticket con la mirada extraviada. Echamos un vistazo a un termómetro que colgaba de la pared. Cero grados en el interior. La visita fue rápida. Más lujo, y una humilde cocina como novedad. Al salir, miré hacia el vigilante. Creo que aún vivía.
Epílogo
Les contaré brevemente cómo transcurrió la tarde, pues el inesperado cierre del museo de BMW la condicionó. Acudimos al Olympiapark, cementerio de una zona olímpica en el que sobreviven aún varios recintos, como el estadio olímpico. Subimos a una torre que se eleva casi trescientos metros por encima de la ciudad, y permite vistas imborrables. Reconocí la villa austera del primer día, a pesar de contemplarla a vista de pájaro. BMW nos permitió entrar en su centro de negocios, y apabullarnos con una exhibición casi inmoral de coches de lujo. El día avanzaba peligrosamente. La merienda ya no era cena. Había que aprovechar que era lunes. Había que volver a la Hofbrauhaus y luchar por un sitio. Hubo suerte. Hubo cerveza negra y codillo con patatas. No pude terminar ni una cosa ni la otra. Brindamos, de todos modos. Y conversamos con un turista inglés, que se sentó con nosotros antes de buscar nuevos amigos. La gente se hacía fotos con la banda de música, y con una joven camarera que, enfundada en su traje de Baviera, repartía pan. Retratos que nunca custodiarán la sala secreta de un palacio.