Principios del otoño de 1293
Había apostado y había perdido, sí. Es cierto que siempre supe exactamente el riesgo al cual me exponía, y las escasas bazas que contaban en mi haber, y a pesar de todo había tomado la decisión: pero eso no me consolaba de mi situación actual. Y es que la estampa que en aquellos momentos yo ayudaba a componer debía de ser, sin duda, una de las más patéticas de mi vida: me hallaba atravesando los Pirineos, cabalgando a mujeriegas sobre una acémila de mohíno y enfermizo aspecto (que se volvía a mirarme con aire displicente cada vez que intentaba arrearla), asediada por indómitas y cargantes moscas que se resistían a aceptar que ya habían acabado los días estivales, y embutida en un vestido propiedad de Elvira que, debido la disparidad existente entre nuestras respectivas figuras, me sentaba como una patada en el culo, apretándome en algunos lugares y ensanchándose en otros (no esperéis detalles al respecto); y, por si fuera poco, me habían atado de pies y manos, con lo cual mi capacidad para afianzarme en la montura si a la bestia le daba por alterarse era bastante limitada, y ya me veía dando con mis huesos en el barro para que el ridículo de mi imagen subiera algunos enteros, si es que tal cosa era posible aún: claro que había que reconocer que la susodicha no estaba para muchos trotes, y aún para menos galopes, y que a mi lado contaba con la siempre vigilante compañía de Sancho, mi guardián personal, que me miraba con una especie de arrepentimiento, como si fuera el principal esquirol en un huelga contra un modelo económico de precariado, desigualdad, derroche y privatizaciones: vamos, como el que quieren implantar en la España post-supuesta-crisis-o-más-bien-excusa-pero-en-realidad-no-post-nada.
Os imaginaréis cómo había llegado a esa penosa situación: cuando pedí a Sancho que me condujera ante la presencia de Blanca, la mayor de mis preocupaciones era contribuir a evitar la cruzada; mi antiguo amigo y compañero de vinos en la taberna de Joana me la había pintado como insoslayable e inminente y, temerosa de otra masacre como la de Acre, o como tantas otras peores que afortunadamente no había tenido que vivir en primera persona, le creí a pies juntillas. Y con eso no hice más que caer en un error que siempre he intentado evitar en mí y que contra el que nunca he desperdiciado ninguna ocasión de pontificar a los demás: el fallo fatal de no contrastar informaciones. De no reflexionar con criterio ante las noticias. Vamos, que mi comportamiento estuvo a la altura de los oyentes o lectores de Intereconomía, 13TV, esRadio, ABC, El Mundo, La Gaceta, La Razón… aunque el resto de medios de comunicación del Régimen español del siglo XXI, aunque más sutiles, no es que les vayan mucho a la zaga; no me faltaba más que intoxicarme informativamente tanto que acabara comprando el libro de Aznar y luego diera las gracias al Gobierno por no tener ya nada que envidiar a Bangladesh en competitividad (¡si hasta Bill Gates ha invertido en la España de 2013! Lástima que nadie nos explique que el creador de Windows solo especula con las migajas más sucias del festín ibérico). No tardaría mucho en darme cuenta de mi error y en sufrir las consecuencias y sin embargo, en aquellos instantes, cuando entré en los amplios aposentos de la amante del Rey convenientemente bañada y perfumada y embutida en aquellos avíos propiedad de la dama de compañía que tan poco me cuadraban, según mi antiguo amigo y actual carcelero para “causar buena impresión”, ni por asomo imaginaba lo que se tramaba a mis espaldas.
Llegado el momento, Blanca me hizo entrar con un indolente movimiento de su mano derecha, y Sancho me tomó del brazo, instándome a trasponer el umbral. La dama, sentada entre un sillón labrado entre cojines, rodeada de los tapices con escenas de caza que colgaban de las paredes, más allá de una serie de arcones y una mesa en la que se veían jarras de vino y dulces, me echó una ojeada despectiva al verme presentarme vestida como corresponde a mi sexo; seguro que la habría alegrado más que enarbolara un cartelito con una gaviota que rezara “Apoyo la Reforma de la Ley del Aborto de Gallardón y quiero pasar el resto de mi vida limpiando y sirviendo a mi marido porque me he leído el libro que enseña a ser sumisa”. Mientras, Elvira, que como era habitual en ella fingía desarrollar sus quehaceres en un punto u otro de la estancia, me obsequiaba con una de sus habituales miradas incendiarias. ¿Por qué me odiaría tanto aquella mujer? Ni que perteneciera a la AVT y yo fuera una terrorista excarcelada tras el fiasco, en un sistema penitenciario ya de por sí hecho con el culo, de la Doctrina Parrot.
-Al menos, vestida así resultas algo más agradable a la vista -remarcó el ‘algo’, insinuando claramente que tampoco es que mi persona ganara mucho con el cambio. Lástima que no me preocupe en exceso su opinión sobre mi imagen-. Y bien, ¿qué es eso tan importante que según Sancho tienes que comunicarme? ¿Acaso alguna información que puedas canjear por tu libertad? -el tono de burla con que pronunció la última pregunta me habría quitado las ganas de intentar lo que afirmaba, si acaso lo hubiera pretendido.
-Blanca –comencé, yendo directamente al grano. Ni ‘señora’ ni ‘doña Blanca’ ni nada parecido: aún no le había apeado el ‘vos’, más que nada por no indisponerme contraproducentemente con ella: se suponía, además, que de alguna manera estábamos en el mismo bando, a pesar de mi injusta detención por ser una antisistema medieval digna de la de los Cinco de Sabadell o la de Cañamero mientras el poder judicial ya ni se molesta en parecer independiente– vos queréis evitar una nueva cruzada y yo también, aunque nuestras razones no sean las mismas. Pero si insistís en tenerme prisionera no os voy a ser útil, cuando de estar libre podría ayudaros, y de paso ayudarme a mí misma. Sé que queríais torcer la voluntad de mi amigo con mi secuestro, aunque que los votos de su orden no le han permitido acceder a lo que él sin duda definiría como chantaje –por cierto: ¡sucio traidor! Cuando le viera le iba a enseñar qué era eso de dejar a los amigos tirados sin ningún escrúpulo-. Pero hay una forma mejor de convencerle.
Un leve interés tintineaba en los ojos, de por sí permanentemente hastiados aunque hermosos, de la noble. Aunque probablemente solo se preguntaba: ¿Cuál será la próxima estupidez que va a decir esta desgraciada?
-Bien, oigamos tu idea -parecía demasiado divertida, con su sonrisa que partía por la mitad su estrecha cara de rasgos perfectos. Demasiado para mis perspectivas de futuro. Pero yo no perdí el tiempo.
-Tenéis que dejarme hablar con él -solicité-. Tengo motivos para creer que puedo convencerlo. No suele resistirse a mi oratoria. Y me debe muchos favores, demasiados. Le he salvado el cuello más de un par y más de tres veces -la deuda era mutua, pero naturalmente eso no tenía por qué saberlo ella. Además, con su última jugada yo consideraba haber saldado cualquier compromiso que tuviera hacia él, qué cojones.
Por un momento, la expresión de Blanca pareció más grave y, por decirlo de alguna manera, profesional. Casi hubiera podido pasar por una persona responsable.
-Tu oratoria, dices… Cierto, tienes la virtud de saber expresarte, eso no te lo niego. Pero ¿qué más ases guardes en la manga? ¿Realmente crees que eso será suficiente con él, por muchos favores que te deba? No olvidemos de quién estamos hablando.
-Lo creo, sí -aseveré yo-. Le conozco.
-Ah -el tono de su voz comenzaba a deslizarse levemente hacia la ironía… ¿o eran mis imaginaciones?-, pero no me has contestado. Dime ¿de qué más armas dispones? Porque, repito, esas que esgrimes no me parecen suficientes.
¿Esperaba realmente que dijera lo que yo creía que esperaba que dijera?
-No tengo ningún inconveniente en emplear cualquier medio que esté a mi alcance -aseguré, orgullosa, convencida, y mentirosa: aunque no mucho. A lo mejor no le mataba, o al menos no mucho, pero lo de extirparle algún órgano vital me lo estaba pensando seriamente.
-Oh -ahora su entonación era claramente burlona. Aquello no tenía buena pinta. Me hubiera santiguado si no estuviera un poco harta de santos. De hecho, ni los ínclitos 522 nuevos, que son muy buenos porque los que les mataron fueron los malos, mientras a todos aquellos a los que los buenos mataron se pudren en las cunetas, iban a poder ayudarme con aquella que se me avecinaba-, no tienes que convencerme de eso. No dudaba de que estuvieras dispuesta de vender tu cuerpo por información, dinero, una simple jarra de vino o cualquier otra menudencia, así que si hablamos de cuestiones más sustanciales… -yo di un respingo; hasta Sancho se sobresaltó por el insulto.
-Mi señora doña Blanca -inusitadamente, este dio un paso adelante-, lo que decís no es justo. A Eowyn sin duda se la puede acusar de muchas cosas, pero no es la mujer indigna e inmoral que habéis descrito. Lo siento, soy vuestro vasallo y os debo fidelidad, pero mi juramento de caballero me exige actuar con justicia y equidad, y eso me impide escuchar palabras como esas sin manifestar mi oposición.
Alucinante: mi carcelero me defendía. Es cierto que Sancho era uno de los pocos que hacían caso a su juramento de caballería (él sabría por qué), pero tanto calor en mi auxilio me parecía desconcertante. Concluí que debía de sentirse muy culpable por la faena que me había hecho.
-No te esfuerces, Sancho -me encogí de hombros sin olvidar guiñar un ojo cómplice y disimulado hacia él-. Dudo que tu señora capte conceptos como “justica” y “equidad”. De hecho, no creo que las neuronas de su cerebro entiendan ni lo que significa “inteligencia”, aunque eso es explicable: nunca se han topado con ella por allí arriba. A veces pienso que es una superviviente de la LOMCE: solo se fía del poder, de la religión y de los rumores de la calle.
El rostro de Blanca estaba peligrosamente congestionado y me pareció que se hallaba a punto de soltar humo por la nariz y estallar en mil pedazos, como si el fracking de mis palabras, comprado a precio de oro al PPSOE, le hubiese ocasionado un terremoto; pero al final optó prudentemente por calmarse. Eso sí, no me hubiera gustado estar en la piel de Sancho cuando le cogiera por banda, dada la mirada asesina que le lanzó; sin embargo, fue a mí a quien se dirigió.
-Mira, mercenaria del diablo. Pensamos que podrías ser útil para nuestros planes; pero nos has decepcionado amargamente. Tal como se ha visto, nadie, ni siquiera el mejor de tus amigos, es capaz de arriesgar un pelo de su barba por ti. De hecho, no nos sorprendió que la Orden rechazara nuestra oferta, pero esperábamos un asalto (y estamos bien preparados para ello, y formaba parte de nuestro plan), pero como puedes ver este no se ha producido. Estás sola, Eowyn: no existe nadie en el mundo a quien le preocupe lo más mínimo tu suerte. No vales nada, ni sirves para nada, ni puedes conseguir nada.
Sancho se estremeció al escuchar las últimas palabras y se volvió a mí, pendiente de mi reacción: al parecer, aquella afirmación le parecía al menos tan cruel como la más cruenta de las batallas en las que había participado. Yo di un paso adelante, desafiante.
-No tengo por qué defenderme de lo que nos más que una mera opinión de vuestra parte, Blanca. Pero no puedo dejar de deciros que eso que consideráis mi debilidad, en realidad, es mi fuerza. No he perseguido otra cosa a lo largo de mi vida. Soy libre; carezco de las ataduras que otorgan los sentimientos, cualquier tipo de sentimientos. Seguro que os gustaría poder decir lo mismo: yo no necesito recorrer más de 100 leguas para encontrar a un amante esquivo.
Una casi inaudible exclamación de sorpresa surgió de la garganta de Sancho, aunque quizá alguien que no le conociera tanto como yo no habría notado cómo sus labios se contorsionaban para dominar un ataque de hilaridad. Blanca, por su parte, al borde de un acceso de ira histérica, estaba a punto de perder los pocos papeles que aún conservaba. Incluso Elvira había dejado de fingir que se ocupaba de sus quehaceres para flanquear a su señora, con llamaradas en los ojos, corriendo hacia ella como una diputada con ganas de largarse de puente después de haber cumplido con su deber y aprobado algún recorte entre cabezada y ausencia justificadiiiiiísima.
-Llévatela de aquí –ahora se dirigió a Sancho- y prepárala para un largo viaje –volvió a mirarme-. Veremos si siques opinando lo mismo cuando te veas obligada a recorrer un largo e incómodo camino, y no para gozar en los brazos de tu amante, sino para ver cómo un gran amigo muere de la forma más horrible que puedas imaginar (continuará).