Revista Opinión

Secuestrados y pisoteados por el sistema (tercera parte)

Publicado el 15 noviembre 2013 por Eowyndecamelot

(viene de) Tengo la virtud, o más bien la suerte, de poder dormir como una bendita en la mayoría de las situaciones menos propicias: ya sea en mitad de una batalla si es necesario, o con la certidumbre de morir al día siguiente, sobre un húmedo lecho de hojas en los días más crudos del invierno o con el estómago más vacío que como suele estar mi bolsa; hasta dormiría si formara parte de los huelguistas de hambre de la Puerta del Sol, si fuera tan valiente como ellos (no, sin embargo, si fuera alguno de los seres sin honor que los acosaban: la conciencia no me lo permitiría). Sin embargo, también soy madrugadora; en parte es mi naturaleza y en parte una costumbre adquirida durante mi corta pero intensa convivencia con los templarios pues, aunque me escapaba todo lo que podía de participar en sus interminables y repetitivas oraciones nocturnas, estas no dejaban de despertarme a media noche, y llegó un momento que desde mucho antes que la hora prima no era capaz de pegar el ojo ni un segundo más. Aquel momento del día era, más o menos, cuando me desperté: la noche no había sido tan fría como imaginaba y el cuerpo de Sancho, a mi lado, me aportaba incómodas dosis de calor. Sentía el poco favorecedor vestido de Elvira pegado a la piel y el pelo, asimismo, revuelto y empapado en sudor. En aquel momento se me ocurrió que podía aprovecharme de la buena disposición de mi carcelero hacia mí, o mejor dicho, hacia mis supuestas tierras en Bretaña, y le zarandeé sin miramientos.

-Despierta, Sancho, vamos –intenté sacarle de su sopor. Él entreabrió un ojo.

-¿Qué pasa? –exclamó, aún perdido en su modorra-. ¿Nos atacan los francos por fin? Ya era hora, joder.

-No exactamente –le aclaré-, pero en breve vamos a oler tan mal como ellos, lo que por lo menos será una ataque frontal a nuestro olfato. Quiero ir a bañarme al río. Anda, sé bueno y suelta mis ligaduras.

La sorpresa le hizo volver al tiempo y al lugar presente. Abrió completamente el ojo.

-No entiendo qué problemas tienes en lavarte con el agua del cubo, como todo el mundo

-Pues que cuando llega a mí ha pasado por nosécuantos guardias, y este pequeño detalle me hace valorar la falta de higiene -debía de haber más suciedad y podredumbre ahí que en el Govern dels Millors de Mas, donde están representadas todas las grandes corporaciones a las que ha vendido el país, y luego aún se atreve a hablar de que otros roban más que él; y solo roban igual, y a los mismos: a los más pobres-.  Venga, hombre, enróllate.

Ahora Sancho abrió su otro ojo.

-Bien, vamos allá. Deja que me despierte…

-En realidad, pensaba ir sola. Ya sabes, la intimidad y esas cosas.

Sus globos oculares, ahora, se hallaban ambos bien abiertos.

-Estás loca si piensas que voy a permitírmelo.

-¿Y qué problema hay? Me quitaré el vestido e iré solo con la camisa. Si piensas que me escaparía en ropa interior y descalza para exponerme al frío pirenaico, sin montura y alimentos pues los caballos están bien vigilados por los centinelas, arriesgándome a una muerte casi segura, me crees bastante más loca de lo que he estado nunca. Rodearé el campamento por detrás, nadie me verá y volveré antes de lo que tardes en rezar un padrenuestro, en el caso en que practiques esas devociones matutinas. Vamos, Sancho, me lo debes, por los viejos tiempos. Además, tal como me dijiste ayer, sabes perfectamente que no me iré sin una información que de momento parece ser que nadie está dispuesto a proporcionarme…

No sé si vio la lógica en mi argumentación, o más bien divisó en la lejanía una fértiles tierras bretonas plagadas de campesinos dispuestos a pagar sustanciosos tributos, pero se incorporó del improvisado lecho y procedió a desatarme pies y manos.

-Como esto sea una trampa… puedes estar seguro que te buscaré donde te escondas y probarás el hierro de mi espada.

-Hombre de poca fe –le contesté yo, deshaciéndome del trapo de Elvira-. Espérame, volveré en un suspiro.

Tal como le había dicho, me deslicé como una sombra en la aún oscuridad y enfilé el caminillo entre los árboles que conducía al río. Una vez allí, me despojé de la ropa interior y, sin pensármelo mucho (soy bastante friolera, pero mi manía por la limpieza es mayor que el temor a congelarme. Es culpa del higiénico siglo XXI; bueno, del pretendidamente higiénico siglo XXI, porque presumen mucho de que se duchan a diario y demás, y luego son mucho más sucios que nosotros. Y no solo si hablamos de sus sucias almas, capaces de denostar la verdad y jalear la absoluta falta de escrúpulos) me metí el agua. Tras los primeros segundos de tembleque incontrolable, me acostumbré a la temperatura y pude disfrutar del baño. Nadé en las heladas aguas, sabiéndome sola y con aún, al menos, unos minutos de tranquilidad, pero no prolongué mucho el placer para no preocupar a Sancho: no me faltaría otra cosa más que diera la alarma y me encontrara con un comité de bienvenida armado a la hora de salir del río. Pensé, no sé por qué extraña asociación de ideas, en Tierra Santa, aquel hermoso y despiadado país donde había vivido, en su faceta más completa, la amistad, la muerte y la vida, y a la que, a pesar de todo, me gustaría volver antes de morir, o tal vez para morir allí intentando evitar alguna de las atrocidades que se cometen: porque siempre, en este siglo y en el XXI, me toparía allí con mercenarios occidentales y sus cómplices luchando entre ellos, pero seguro que todos se pondrían de acuerdo para matarme. Aquellos recuerdos, sin embargo, me trajeron también la memoria de mi traidor compañero, y de la suerte que estaría corriendo o que estaría a punto de correr, pero los aparté de mi mente: no iba a ganar nada con obsesionarme con algo que no podía remediar… al menos de momento. Me consolé pensando que pronto estaría en el campamento, limpia y fresca y dispuesta a comenzar otra jornada de viaje en la cual, sin duda, estaría más cerca de la verdad o, al menos, de nuestro destino.

Pero no fue tan fácil; nunca nada en mi vida lo es.

Estaba saliendo del río cuando una sombra surgió de la espesura, mirándome fijamente. La silueta en cuestión me apuntaba con un arco y llevaba un carcaj a la espalda, pero no era el tipo de figura que pudiera haber imaginado armada de aquella guisa. Por si fuera poco, seguía recorriéndome con la vista, lo cual no era tan incómodo como sentirme blanco de sus flechas, pero casi.

-Vaya, Elvira, no esperaba verte por aquí. Por tu atención en mirarme se podría decir que te gustan las mujeres. Lamento decir que en ese caso tienes pocas posibilidades conmigo, pero te prometo que no es nada personal.

Con movimientos lentos, cogí mi camisa, me sequé con ella y después me la puse. No estaba tan calmada como aparentaba, pero tampoco mucho más nerviosa: en realidad, no la creía capaz de disparar. Ni siquiera pensaba que supiera manejar un arma.

-Soy buena con el arco, ¿sabes? –dijo, en cambio, como si adivinara mis pensamientos-. Tan buena como tú con la espada.

-No es que sea buena –argumenté, acabando de vestirme, para distraerla con palabrería-, es que me aprovecho que mis rivales suelen subestimarme. Aparte de que es fácil moverse rápido cuando se es de tamaño menor que la mayoría de los oponentes –fruncí el ceño-. No dudo que te defiendas bien como arquera, pero no veo el interés que podrías tener en dispararme. Solo me estaba bañando. Pensaba regresar al campamento ya. Sería estúpida si no lo hiciera.

En respuesta, ella levantó el arco. Ahora sí que me apuntaba directamente. Al corazón. Creo que en aquel momento empecé a preocuparme un poco.

-No entiendo a qué estás jugando –continué, tratando de que mi voz no transparentara la inquietud que estaba comenzando a asediarme-. Yo diría que Blanca no verá bien que me trates así; piensa que, a pesar de todas las intrigas políticas que nos separan, somos casi cuñadas.

Elvira esbozó una sonrisa de suficiencia

-Esa es la clave del asunto: Blanca no se va enterar. Y tú no vas a volver al campamento.

Me hubiese puesto a meditar y a establecer comparaciones entre Blanca, que al parecer estaba siendo flagrantemente traicionada por su dama de confianza, y los barones del PP, a quienes les crecían los enanos que ellos mismo habían nutrido, y se traicionaban más entre ellos que a sus teóricos enemigos políticos. Pero estaba empezando a inquietarme por mi seguridad.

-¿Qué? –dije, absolutamente convencida de que la dama de honor había perdido la poca olla que tenía definitivamente.

-Ya me has oído.  Aléjate hacia el sur, bordeando el río hasta que encuentres un vado. Pronto Blanca verá que has dejado a Sancho fuera de combate y te has escapado.

Pobre Sancho. Esperaba que no estuviera muy maltrecho. Porque si no, poco habría podido disfrutar del sueño de sus tierras.

-Pero ¿qué interés tienes en que haga tal cosa? ¡Eso es condenarme a una muerte casi segura!

-Ese es justo mi propósito.

Aquello no me lo esperaba. ¿Cómo podía odiarme tanto?

-Si es así, puedes matarme aquí mismo. ¿Por qué prolongarlo?

Ella negó con la cabeza.

-Eso me obligaría a dar muchas explicaciones  a Blanca y, como tú dices, sois ‘casi cuñadas’. Ella nunca te hará daño mientras exista alguna posibilidad de arreglarse con Guillaume. Pero yo no tengo ese problema. Y tú me sobras.

No. Aquello no podía ser solo odio.

-Tendrás que explicarme de qué va todo esto. Si vas a quitarme la vida, al menos eso me lo debes.

Ella se encogió de hombros.

-Como quieras, niña bonita de los templarios. Ese es justo el problema. Parecen tenerte mucho aprecio, no puedo –escupió con desprecio- imaginarme por qué. Tal vez porque eres tan vil y estás tan corrompida como ellos, porque participas en sus rituales blasfemos y demoníacos y en sus desenfrenadas orgías…

Qué imaginación tan calenturienta. Cómo se notaba que llevaba bastante tiempo cultivando  las sagradas virtudes de la castidad y la pureza, con lo malo que es eso para la salud física y mental. Vamos, que no se comía un puñetero rosco, la pobre.

-Vaya estupidez. Esa gente no tiene nada extraño, y no son ni más malos ni más buenos que cualquiera. Todo eso son historias absurdas propias de gentes supersticiosas. Y si los ayudo es porque me pagan. Yo no puedo elegir mis ocupaciones, no soy rica y noble

Lanzó una carcajada sarcástica.

-Oh, ¿no son mala gente? Pues entonces no entiendo por qué robaron las tierras que le correspondían a mi padre después de que la Cruzada le arruinara, lo que me obligó, por cierto, a acceder ser dama de honor de Blanca para no tener que soportar la humillación de un matrimonio sin dote –su entonación era más cortante por momentos, de una manera casi letal. Así que se trataba de aquello: orgullo y ambición. Venganza. Elvira me recordaba a Felipe González: tenía la misma personalidad egocéntrica, codiciosa y traidora que este. Llegaría lejos, yo auguraba: este es el país de los que son como ella. Todo les está permitido. A nosotros, solo agachar la cabeza y soportar.

-No creo que lo que dices sea completamente cierto. Pero, en caso de que sí, nada tengo que ver con ese tema.

-Les ayudas. Eres su cómplice. Pero ahora vas a dejar de hacerlo. Y eso les dolerá. Y les debilitará. Y no solo eso, claro.

Me estremecí: tal vez estaba a punto de saber en qué consistía realmente el juego de aquellas dos mujeres.

-Has dicho que te explicarías. De momento solo emites fanfarronadas e imprecaciones sin sentido –le dije secamente.

Ella sonrió con suficiencia.

-Los Entença, amigos y aliados de Blanca, atacaron las poblaciones dependientes de las encomiendas del sur de Cataluña. Están saqueando, incendiando y vendiendo a los habitantes como esclavos. Tu amigo tuvo que acudir en ayuda de los suyos sin acabar el concilio de Montpellier. No tuvo apenas tiempo para defender la Cruzada del angevino que tanto agradará al futuro Papa, sea el que sea, pero eso era lo de menos, siempre ha sido lo de menos –me arrojó a la cara, sin solución de continuidad.

Los puntos oscuros de aquella trama se disiparon como la niebla tras un soplo de viento del sur. Yo me había lanzado de bruces en las garras de aquel dúo de viles mujeres, me había creído sus mentiras como la gran estúpida que soy. ¿Cómo podía haberme equivocado tanto?

-No era la Cruzada entonces, ¿verdad? Nunca lo fue. Ni siquiera tuvo la categoría de mera excusa. La Cruzada la habéis montado ahora, contra esos pobres ciudadanos que nada tienen ver con vuestras intrigas palaciegas. Pero eso os importa un rábano, dejar la tierra baldía si sacáis aunque solo sea un pequeño beneficio. Será mejor que me mates, Elvira, porque si salgo de esta te doy mi palabra que te buscaré y te daré muerte entre los padecimientos más atroces. Lo juro.

Se carcajeó de nuevo, bordeando el júbilo histérico.

-Tranquila, vas a morir, no tengas dudas. Y en cuanto a tu indignación… no sé de lo que te sorprendes. Todos sabemos que ya ha pasado el tiempo de las Cruzadas: ahora es el momento de las conquistas. Pero el rey Jaume no podrá salir a apoderarse del Mediterráneo mientras tenga que conservar Sicilia, y así tendrá efectivos dispuestos para la reconquista de Castilla, y quizá en un futuro podamos ganarle incluso la carrera en el mar.

En el fondo, aquello no era más que la eterna lucha entre Aragón y Castilla, mejor dicho, entre los gerifaltes de Aragón y los gerifaltes de Castilla, pues la población solo sirve de carne de cañón amorfa cuyas opiniones no se tienen en cuenta cuando no conviene. Yo no podía luchar por ninguno de esos colores: porque los míos eran colores que separaban sin dolor y dividían sin escisión, colores de la colaboración en la diversidad y del principio de subsidariedad, ese que a los españoles de 2013 les han arrebatado.

-Eres una incauta –continuó-: te manipulamos para bajar tu guardia aprovechándonos de tu odio por las guerras. Al igual que tu amigo, que cayó en nuestra trampa y ahora ya estará muerto. Él y algunos más: porque seguro que la noticia ha llegado a oídos de tu querido hermanastro y sus fieles caballeros, y de esa mujer que les acompaña y que al parecer es tan buena amiga tuya.

No podía ser: ahora sí que tenía que estar tirándose un farol.

-¿Y qué te hace estar tan segura de que podrás acabar con él? ¿Y con todos los demás? –le solté con auténtico rencor.

Ella no dudó.

-Los Entença saben quién es. Van a rastrearle y a matarle como un animal, si ya no lo han hecho. Y con él, caerá la Orden, tal vez no ahora pero sí muy pronto: el próximo al que elijan en su lugar entenderá la necesidad de la unidad con los hospitalarios, previa a la disolución.

Recordaba que habíamos conversado muchas veces sobre aquella sugerencia que se barajaba en los círculos del rey Felipe de Francia. Aunque nunca me gustó aquel monarca (tal vez incluso un poco menos que la mayoría), no acababa de ver por qué mi amigo se oponía a la unión entre órdenes, en un momento en que ambas necesitaban un serio empuje, pues desde la pérdida de Acre andaban desprestigiadas y de capa caída. Él siempre insistía en que no todas las adiciones suman, en que existen algunas en que en realidad restan: no lo vi claro hasta que en mi último viaje al siglo XXI español vi el resultado de algunas uniones comunistas y de izquierdas (¿?) en general.

-Ya te lo he dicho antes –continuó ella-: ahora es época de conquistas y para eso se necesita dinero. Un dinero que no puede estar dedicado a recuperar territorios en Tierra Santa que nada pueden ya ofrecernos, ni a enseñar a campesinos cómo recolectar mejor, ni a subvenir las necesidades de ancianos inútiles. Venga, márchate ahora. Pero antes te daré un regalo para el camino.

Disparó. Fue tan rápida que no pude prevenirlo. Quise despistarla con la conversación, pero fue ella quien me distrajo a mí. La saeta se clavó limpiamente en mi brazo izquierdo.

-¡Hija de la gran p…! –no pretendía autocensurarme, sino que el dolor no me dejó acabar el insulto. Caí de rodillas en el suelo, mientras sentía un latir tan desgarrador en la zona de la herida que apenas podía respirar. Traté de buscar algo a mi alrededor para atacarla: una piedra, una rama, algo de arena… Pero la tierra era dura y seca al lado del río, y el dolor me robaba las fuerzas a marchas forzadas.

-Venga, levántate –me ordenó-. Eres una mujer fuerte, puedes hacerlo. ¿O prefieres que te clave la próxima en el estómago, para que tu muerte sea lenta?

Desde luego, ahora yo ya no podía decir que no se atrevería.

-Desaparece –me dije-. Rápido o disparo de nuevo. No te buscarán por este camino, es un rodeo completamente innecesario. Puedes dirigirte al sur, si quieres, pero no llegarás muy lejos: cuando te encuentren ya estarás muerta. Aunque tal vez aún llegues a tiempo para contemplar los cadáveres de tus amigos, si es que no se los han comido ya las bestias, antes de que tú también te conviertas en uno. En cualquier caso, es tu única opción. ¡Márchate!

De pronto, comencé a escuchar un rumor creciente en el campamento: mi ausencia ya debía de haber sido notada y se preparaban para darme caza, lo cual sin duda habría sido mi salvación, pero la de mis amigos; sin olvidarnos del pequeño detalle de que Elvira acabaría clavándome otra flecha si no tomaba el sendero que tan amablemente me había sugerido. Así que acabé de incorporarme: además, la indignación me cargada de adrenalina. Era prácticamente imposible que consiguiera llegar a Corbera d’Ebre, y menos a tiempo de que tanto yo como mis compañeros acabáramos sepultados en fosas comunes y sin más opción que un Tribunal extranjero nos diera justicia y reparación (como suele ocurrir con el terrorismo de Estado y empresarial en España), pero nadie podría decir que no lo había intentado. Le di la espalda y seguí, a la máxima velocidad posible, no sin comprender que a pesar de todo podía dispararme a traición. Pero el ruido que oí en mi espalda no tenía nada que ver con el del disparo de un arco.

Era, indudablemente, el sonido de los cascos de caballos que se acercaban desde el bosque. Pensando que era uno de los guardias que iba a darme caza, me volví hacia atrás para ver que la montura que encabezaba, a mucha distancia, la marcha, era mi propio y querido Rayo Blanco que, libre ahora, me había encontrado. Detrás, a una considerable distancia, vi a Sancho apretándose algo parecido a un trapo en la cabeza, al lado de otro embrollado contingente de soldados que corrían, unos a pie, otros en sus monturas y el resto intentando cazar a un buen hatajo de equinos desbocados; creí ver que me esbozaba una sonrisa cómplice, y comprendí que, más que dos tetas y dos carretas, lo que en realidad tiran son dos fanegas de tierra. No perdí un segundo: me subí tan deprisa como pude a mi caballo, aunque no puedo decir que fuera fácil mi elegante hacerlo con un solo brazo. En aquel momento, una de la flechas de Elvira pasó silbando al lado de mi mejilla y otra más al lado mismo del lomo de mi montura, pero oí los gritos de Blanca diciendo que se detuviera, que me necesitaban viva. Medio montada, medio desmontada, les sentí pisándome los talones, casi rozándome la ropa, arrebatándome la última esperanza de salvar a mis amigos, pero tengo un caballo bien entrenado y veloz y no tardé demasiado tiempo en perderlos de vista. Y cabalgué en dirección sur, herida, descalza y medio desnuda, con solo una pequeña esperanza de que no fuera demasiado tarde para evitar una tragedia.

FIN (de momento)


Volver a la Portada de Logo Paperblog