Si algo tiene nuestro tiempo es una endiablada capacidad para disponernos al orden y a la disciplina. Como por aquí estamos en tiempos de paz, por donde asoma el sol cada mañana y se pone aun en los días de niebla, la disciplina se orienta hacia metas no basadas en la confrontación ni la lucha. Pero la disciplina, de una violencia inusitada, sigue amansando a tropas de insomnes partidarios y llevándose a sus víctimas. Ahora las víctimas son los pacientes de sobrepeso, los indecisos que gastan su vida teniendo que decidir, los que esperan acallar sus egoísmos comprando y regalando a diestro y siniestro, los que invaden con sus móviles el momento pudoroso de la sorpresa, los impacientes que desenvuelven regalos porque esperaban encontrar otra cosa, siempre otra cosa...
En los días navideños la llamada disciplinaria es a "decirnos te quiero", con un regalo bajo los brazos con lo que dar fe de que se ha llevado a efecto la declaración. Que conste que yo te he regalado algo y que ha sido este regalo. Los tequieros desetiquetados no sirven en estas fechas, o no interesan a los grandes oligopolios papanoelistas. Y sin embargo alguien me dijo una vez que los mejores regalos son los que no se compran, los que nacen de la generosidad, o de la generación, que es lo mismo. Estos regalos están fuera de contexto, actúan fuera del automatismo y de la lógica del cálculo (del cuánto me tengo que gastar y de a quiénes tengo que regalar) Es verdad. El regalo, si no es comprado, si no responde a la llamada al orden, queda siempre en el corazón de quien lo da y de quien lo recibe. Es resultado de una gracia que siempre nos acompañará.