Revista Cine

Sed de Sangre

Publicado el 21 julio 2010 por Diezmartinez
Sed de Sangre
Al inicio de Dos Extraños Amantes (Allen, 1977), Woody Allen cuenta el conocido chiste de las dos ancianas que se quejaban en un restaurante de la pésima comida que ahí servían. "Y, además, en porciones demasiado pequeñas", dice la punch-line. De eso me acordé cuando pensé en una de las objeciones que tengo frente al octavo largometraje de Chan-wook Park, Sed de Sangre (Bakjwi, Corea del Sur-EU, 2009): la película me pareció demasiado larga y, además, creo que le faltó tiempo para desarrollar de manera más convincente a sus personajes.
Parece un contrasentido, pero no lo es: creo que la cinta sí es demasiado larga -es cuestión personal: cada vez tengo le tengo menos paciencia a las películas de más de dos horas: tienen que ser extraordinarias para sostener mi completa atención- pero, además, esa larga duración está desperdiciada en personajes mal escritos o de plano inútiles y, especialmente en su segunda parte, en una orgía de excesos de todo tipo: visuales, temáticos y dramáticos. Por supuesto, si uno conoce la filmografía de Park -sobre todo la trilogía formada por Señor Venganza (2002), Cinco Días para Vengarse (2003) y Señora Vengaza (2005), una de las más grandes trilogías del cine contemporáneo-, el barroquismo visual/narrativo es de esperarse. Pero también es de esperarse disciplina y concentración. No son los excesos los que llegan a hartar: es su falta de sentido.
La cinta tiene un inicio prometedor: el práctico y muy terrenal sacerdote católico Sang-hyeon (el astro Kang-ho Song) decide servir de conejillo de indias para un tratamiento experimental que busca curar una grave enfermedad viral. Después de seis meses de tratamiento, Sang-hyeon muere lleno de pústulas y vomitando sangre pero, instantes después de su supuesto último suspiro, el hombre regresa a la vida completamente curado. Aunque con un pequeño efecto secundario: se ha convertido en vampiro.
Durante la primera parte, Sed de Sangre nos muestra a un vampiro dizque muy original y atípico: uno que no quiere matar a nadie para alimentarse. Esto, en realidad, no es nada novedoso: algunos de los vampiros de Ann Rice -y de su subvalorada adaptación Entrevista con el Vampiro (1994)- ya mostraban ciertos escrúpulos en chupar sangre humana, rasgo que comparten algunos chupasangre de la dispareja teleserie True Blood (2008), para no hablar de los vampiros veganistas de la saga Crepúsculo o del hilarante Conde Pátula, protagonista de la inolvidable serie animada ochentera del mismo nombre, quien además de ser pato, era pacificista y vegetariano.
El problema, por supuesto, es que un vampiro que no sea depredador termina siendo muy aburrido (a menos que sea El Conde Pátula, insisto). Así que durante la segunda parte de la cinta, Sed de Sangre se transforma, sin decir agua va, en El Vampiro Siempre Llama Dos Veces: Sang-hyeon empieza a visitar la casa de un viejo amigo de la infancia, el enfermizo Kang-woo (Ha-kyun Shin), casado con su hermana de crianza, Tae-ju (Ok-bin Kim), quien fue recogida de la calle siendo una niña por la correosa mamá de Kango-woo, la señora Ra (Hae-sook Kim). Muy pronto, el vampiro con sentimiento de culpa Sang-hyeon, que se alimenta por las noches de la sangre de un gordazo comatoso, descubrirá que no sólo tiene ganas de tomar hemoglobina, sino también le urge algo de acción. Y no me refiero a jugar mahjong. Tae-ju siente las mismas urgencias sexosas, pero ahí están Kang-woo y la señora Ra -en realidad Raquin, pues esta parte de la trama está basada en la novela de Emile Zola, Thérèse Raquin- como estorbos...
En esta segunda parte, la cinta se sale de madre: la transformación de Tae-ju en una femme-fatale vampiresa y depredadora no está justificada dramáticamente, las escenas en la que los dos vuelan y saltan entre los edificios roza la parodia genérica, una de las imágenes finales -el mar convertido en un oceáno de sangre- se ve como de portada de disco de rock ochentero, y algunos diálogos son simplemente ridículos sin llegar a ser nunca ingeniosos ni, mucho menos, graciosos ("Olvida las reglas, olvida El Vaticano", le dice Sang-hyeon al viejo cura ciego que le sirve de confesor y alimento ocasional).
Sin embargo, sería una mezquindad negar la grandeza de Park incluso en esta cinta excesiva, desbordada, quebrada y -qué remedio: lo voy a escribir- fallida. Algunos momentos, algunas escenas, algunas imágenes, quitan el aliento. Puede ser que estemos ante una película menor de Chan-wook Park, pero el coreano sigue siendo, qué duda cabe, un gran cineasta.
Recuérdese, por ejemplo, el primer encuentro nocturno, en plena calle, entre Tae-ju y Sang-hyeon. Ella corre descalza, huyendo de su marido, de su madre/suegra, de la vida misma. Sang-hyeon la ve en la oscuridad, la levanta grácilmente y al mismo tiempo que él se quita sus zapatos, hace que Tae-ju se los calce, con una delicadeza conmovedora, casi de fetichismo buñueliano. O recuérdese la larga escena del coito en el hospital, con la cámara de Chung-hoon Chung flotando sobre los cuerpos desnudos de Tae-ju y Sang-hyeon sin corte alguno durante más de dos minutos. O la perturbadora -y esa sí, graciosa- secuencia de la presencia constante de cierto fantasma que no los deja en paz ni siquiera al momento de hacer el amor (¿y, a todo esto, qué pasó con ese fantasma?). O el enfrentamiento entre Tae-ju y Sang-hyeon, atestiguado por la señora Ra, quien pela chicos ojotes cual mamá muda y sufridora de Nosotros los Pobres (Rodríguez, 1947). O, por supuesto, la imagen final de dos zapatos cayendo al piso. Si los zapatos fue el primer vínculo de su amor, los zapatos serán el último vestigio de ello.

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