“Nunca se es demasiado viejo para hacer algo o es demasiado tarde para arriesgarse, para atreverse. Podría tener 70 años y en un impulso decidir mudarme a una playa paradisiaca a pasar el resto de mis días, o por qué no comprar una moto y recorrer el país de punta a punta; honestamente nunca es demasiado para lo que sea y todo por la sencilla razón de existir”.
Hoy escuché a un hombre notable hablar de su vida -directivo de una importante universidad del país- una historia de éxito de esas que nacen de la pobreza para convertirse en sinónimo de riqueza no solo remunerada por los beneficios económicos que nos brinda el estudio y el arduo trabajo sino también por el reflejo del crecimiento espiritual. El punto realmente relevante de su charla radicó en su capacidad para alcanzar la felicidad. Lanzó varias anécdotas a la audiencia pero hubo un relato en especial que se quedó en mi memoria para convertirse en una importante reflexión.
De pie y al borde del escenario nos habló de tres ranas sentadas en la rivera de un río, de manera abrupta una de ella pensó en arrojarse al agua -él preguntó a la audiencia- ¿cuántas ranas permanecen en la orilla? y sin pensarlo la mayoría de los asistentes contesto “dos”; una respuesta equivocada. “Las tres permanecieron ahí solo las distinguió un pensamiento – el querer arrojarse- sin embargo quedaron inmóviles, nunca se tiraron. Es ahí donde radica la diferencia entre los que soñamos con ser felices y actuamos para poder conseguirlo”.
Así es, la felicidad es solo de los valientes que deciden perder el miedo a todo, al qué dirán, incluso a la muerte. Es de los que sueñan pero se atreven a cumplir lo soñado, a verse cristalizados en hechos. La felicidad es de los hablan con verdad sin importar la crudeza de su contenido y las consecuencias que conlleva. Es de los que roban carcajadas y sonrisas sin importar el ridículo. La felicidad es de los que abrazan sin escatimar en la fuerza de sus brazos, de los que besan sin temor a sentir, a enamorarse. Es de los que se adentran en el mar para dejarse revolcar por sus olas. La felicidad es de los que libran los malos momentos, los dolorosos, los difíciles, esos que nos hacen hundirnos hasta tocar fondo para salir a flote impulsados por la esperanza. Es de los que sobreviven a las caídas que fracturan y raspan. La felicidad es de los que a pesar de todo el ruido, escuchan esa voz interior gritando “seguimos vivos”.
Seamos entonces aventureros de la vida, de todas y cada una de las cosas que nos hacen sentir en el cuerpo y en el alma sus bondades. Retemos al tiempo, a la suerte, al destino. Incluso al reflejo de las miradas ajenas que no han descubierto todo lo que habita bajo la piel. Seamos más que causalidad, más que alas, que camino y motor de nosotros mismos para hacer de la felicidad algo posible.
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