En febrero hablaba de la conocida como ley de la segunda oportunidad, y ya dejé claro que no confiaba en ella en absoluto, me parecía, y me sigue pareciendo, un inútil brindis al sol, una retahíla de aparentes buenas intenciones (digo lo de aparentes porque estoy convencido de que ni siquiera quienes la redactaron confiaban en ella).
Pasado un tiempo prudencial, ¿ha servido de algo la ley de la segunda oportunidad?
¿Segunda oportunidad? Las deudas de Hacienda y Seguridad Social nos perseguirán hasta el infinito y más allá. ¿A quién quieren engañar?
Empiezan a oírse voces de que la ley de la segunda oportunidad ha sido otro bluf, otra ley inútil que solo ha servido para, en su momento, aparentar buenas intenciones. Era evidente que lo que la hacía más inviable era precisamente que, de alguna manera, se podían evitar o aplazar algunas deudas, pero nunca las importantes, las que no nos dejan ni a sol ni a sombra, ni siquiera después de muertos (recordemos que son heredables y pueden afectar a los bienes de nuestros herederos si no aceptan la herencia a beneficio de inventario). ¿A qué deudas me refiero? Pues por supuesto, a las de la Seguridad Social y las de nuestra queridísima Hacienda. No importa los años que pasen, nos perseguirán hasta el infinito y más allá.
Curioso sin duda que quien se las da de bueno redactando una ley de este tipo para darle (supuestamente) una segunda oportunidad a quien tropieza en su negocio, sea el único que no quiera renunciar a cobrar. Y ojo, no crean que estoy muy a favor de esa teoría de la segunda oportunidad, ya lo dije también en mi artículo de febrero; todo lo que sea un acuerdo razonable entre las partes me parece bien, pero legislar para poner condiciones de lo que se puede dejar de pagar, eso ya no me parece tan bien.
Solo hace diez meses que entró en vigor y ya está haciendo agua, y lo hace principalmente por lo que se conoce como privilegio del crédito público. Si Hacienda y la Seguridad Social no aflojan, nunca servirá de nada una ley de este tipo.
Ni buenas intenciones ni nada, mera palabrería política.
Ramón Cerdá