Revista Opinión

Segundas opiniones.

Publicado el 13 diciembre 2019 por Carlosgu82

Suele afirmarse que el artista no es buen teórico y al contrario, aunque existen suficientes ejemplos en la historia que atestiguan que nada más lejos de la realidad –durante las vanguardias históricas se generalizará la literatura desarrollada por los propios artífices-. Desde Leonardo a Miguel Ángel, pasando por otros muchos, hablaron de arte, escribieron sobre él, o simplemente desarrollaron la literatura como una parte de su faceta artística.

En este tema, como en otros tantos interminables problemas alrededor del artista y el arte, han corrido ríos de tinta, a veces a cargo de voces preparadas y documentadas o en otras ocasiones desde la más profunda ignorancia. En uno y otro caso se ha tendido al encasillamiento, a la contextualización y a relacionar el arte con el entorno, algo que sin dejar de ser útil a la hora del estudio resulta contradictorio, bajo mi opinión, con la naturaleza del individuo creador y de la propia vida del arte.

Nunca podremos llegar a saber si los artistas anteriores a la revolución artística que comienza con el realismo social y el impresionismo eran conscientes de lo que podían remover con sus obras, o se limitaban a obedecer las órdenes del comitente o del jefe de taller (punto éste que sí podrían haber transmitido mediante la obra escrita). Me niego a pensar que no sintiesen el gusano de la creatividad al colocar al menos un detalle salido de su imaginación, aunque solo grandes genios como Velázquez o Caravaggio, supieron imponer su impronta personal ante reyes o nobles.

Quizás, durante el siglo XIX y XX, se pasó de la fiel reproducción de la realidad, como así lo exigía el cliente, a la pura fantasía e, incluso, al disparate más extremo. El artista cambió radicalmente, y el cliente también (cuestión de moda), pero la dependencia seguían siendo la misma. Ya no se pintaba o esculpía para la monarquía o la nobleza, ni siquiera para la burguesía como en el XVIII, ahora se debía atender al mercado, ese comitente agazapado que resulta imposible de satisfacer, pues ni siquiera él sabe que es lo que verdaderamente busca.

El público como posible comprador, como crítico en potencia, que nace como tal en el siglo XIX pero que en el siglo XX se consolida como la única salida del artista, es un comprador exigente y peligroso a la vez, pues puede pasar de dar su beneplácito a la obra de un creador a arruinar la vida de éste con tan solo una escueta reseña en cualquier periódico local (otra vez la fuerza de la crítica y de la literatura). Al final uno se pregunta ¿son más libres hoy los artistas que hace cinco siglos? Pues la libertad no sólo consiste en el abandono de la figuración sino en poder elegir, en cada momento, lo que deseamos transmitir y cómo deseamos hacerlo. Por ello la mejor manera de conocer al artista podría ser leyendo sus propias opiniones y no sólo la de los que se dedican a escribir, para bien o para mal, sobre sus obras.


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