Revista Opinión

Seguro que fue un sueño -insistían los oficiales -, en Macondo no ha pasado nada. Cien Años de Soledad de Gabriel García Márquez

Publicado el 27 octubre 2014 por Jairmontoyatoro
[...] José Arcadio Segundo y otros dirigentes sindicales que habían permanecido hasta entonces en la clandestinidad, aparecieron intempestivamente un fin de semana y promovieron manifestaciones  en los pueblos de la zona bananera. La policía se conformó con vigilar el orden. Pero en la noche  del lunes los dirigentes fueron sacados de sus casas y mandados, con grillos de cinco kilos en los  pies, a la cárcel de la capital provincial.
Entre ellos se llevaron a José Arcadio Segundo y a Lorenzo Gavilán, un coronel de la revolución mexicana, exiliado en Macondo, que decía haber sido testigo del heroísmo de su compadre Artemio Cruz. Sin embargo, antes de tres meses estaban en libertad, porque el gobierno y la compañía bananera no pudieron ponerse de acuerdo sobre quién  debía alimentarlos en la cárcel. La inconformidad de los trabajadores se fundaba esta vez en la  insalubridad de las viviendas, el engaño de los servicios médicos y la iniquidad de las condiciones  de trabajo. Afirmaban, además, que no se les pagaba con dinero efectivo, sino con vales que sólo  servían para comprar jamón de Virginia en los comisariatos de la compañía. José Arcadio Segundo fue encarcelado porque reveló que el sistema de los vales era un recurso de la compañía  para financiar sus barcos fruteros, que de no haber sido por la mercancía de los comisariatos  hubieran tenido que regresar vacíos desde Nueva Orleáns hasta los puertos de embarque del  banano.
Los otros cargos eran del dominio público. Los médicos de la compañía no examinaban a  los enfermos, sino que los hacían pararse en fila india frente a los dispensarios, y una enfermera  les ponía en la lengua una píldora del color del piedralipe, así tuvieran paludismo, blenorragia o  estreñimiento. Era una terapéutica tan generalizada, que los niños se ponían en la fila varias  veces, y en vez de tragarse las píldoras se las llevaban a sus casas para señalar con ellas lo  números cantados en el juego de lotería. Los obreros de la compañía estaban hacinados en  tambos miserables. Los ingenieros, en vez de construir letrinas, llevaban a los campamentos, por  Navidad, un excusado portátil para cada cincuenta personas, y hacían demostraciones públicas de  cómo utilizarlos para que duraran más. Los decrépitos abogados vestidos de negro que en otro  tiempo asediaron al coronel Aureliano Buendía, y que entonces eran apoderados de la compañía  bananera, desvirtuaban estos cargos con arbitrios que parecían cosa de magia.
Cuando los  trabajadores redactaron un pliego de peticiones unánime, pasó mucho tiempo sin que pudieran  notificar oficialmente a la compañía bananera. Tan pronto como conoció el acuerdo, el señor  Brown enganchó en el tren su suntuoso vagón de vidrio, y desapareció de Macondo junto con los representantes más conocidos de su empresa. Sin embargo, varios obreros encontraron a uno de  ellos el sábado siguiente en un burdel, y le hicieron firmar una copia del pliego de peticiones  cuando estaba desnudo con la mujer que se prestó para llevarlo a la trampa. Los luctuosos  abogados demostraron en el juzgado que aquel hombre no tenía nada que ver con la compañía, y  para que nadie pusiera en duda sus argumentos lo hicieron encarcelar por usurpador. Más tarde,  el señor Brown fue sorprendido viajando de incógnito en un vagón de tercera clase, y le hicieron  firmar otra copia del pliego de peticiones. Al día siguiente compareció ante los jueces con el pelo pintado de negro y hablando un castellano sin tropiezos. Los abogados demostraron que no era el  señor Jack Brown, superintendente de la compañía bananera y nacido en Prattville, Alabama, sino  un inofensivo vendedor de plantas medicinales, nacido en Macondo y allí mismo bautizado con el  nombre de Dagoberto Fonseca. Poco después, frente a una nueva tentativa de los trabajadores,  los abogados exhibieron en lugares públicos el certificado de defunción del señor Brown, autenticado por cónsules y cancilleres, y en el cual se daba fe de que el pasado nueve de junio  había sido atropellado en Chicago por un carro de bomberos.
Cansados de aquel delirio  hermenéutico, los trabajadores repudiaron a las autoridades de Macondo y subieron con sus  quejas a los tribunales supremos. Fue allí donde los ilusionistas del derecho demostraron que las  reclamaciones carecían de toda validez, simplemente porque la compañía bananera no tenía, ni  había tenido nunca ni tendría jamás trabajadores a su servicio, sino que los reclutaba  ocasionalmente y con carácter temporal. De modo que se desbarató la patraña del jamón de  Virginia, las píldoras milagrosas y los excusados pascuales, y se estableció por fallo de tribunal y  se proclamó en bandos solemnes la inexistencia de los trabajadores.
La huelga grande estalló. Los cultivos se quedaron a medias, la fruta se pasó en las cepas y los  trenes de ciento veinte vagones se pararon en los ramales. Los obreros ociosos desbordaron los  pueblos. La calle de los Turcos reverberó en un sábado de muchos días, y en el salón de billares  del Hotel de Jacob hubo que establecer turnos de veinticuatro horas. Allí estaba José Arcadio  Segundo, el día en que se anunció que el ejército había sido encargado de restablecer el orden  público. Aunque no era hombre de presagios, la noticia fue para él como un anuncio de la  muerte, que había esperado desde la mañana distante en que el coronel Gerineldo Márquez le  permitió ver un fusilamiento. Sin embargo, el mal augurio no alteró su solemnidad Hizo la jugada  que tenía prevista y no erró la carambola. Poco después, las descargas de redoblante, los ladridos  del clarín, los gritos y el tropel de la gente, le indicaron que no sólo la partida de billar sino la  callada y solitaria partida que jugaba consigo mismo desde la madrugada de la ejecución, habían  por fin terminado. Entonces se asomó a la calle, y los vio. Eran tres regimientos cuya marcha  pautada por tambor de galeotes hacia trepidar la tierra. Su resuello de dragón multicéfalo  impregnó de un vapor pestilente la claridad del mediodía. Eran pequeños, macizos, brutos.
Sudaban con sudor de caballo, y tenían un olor de carnaza macerada por el sol, y la impavidez  taciturna e impenetrable de los hombres del páramo. Aunque tardaron más de una hora en pasar,  hubiera podido pensarse que eran unas pocas escuadras girando en redondo, porque todos eran  idénticos, hijos de la misma madre, y todos soportaban con igual estolidez el peso de los  morrales y las cantimploras, y la vergüenza de los fusiles con las bayonetas caladas, y el incordio  de la obediencia ciega y el sentido del honor. Ursula los oyó pasar desde su lecho de tinieblas y  levantó la mano con los dedos en cruz. Santa Sofía de la Piedad existió por un instante, inclinada  sobre el mantel bordado que acababa de planchar, y pensó en su hijo, José Arcadio Segundo, que  vio pasar sin inmutarse los últimos soldados por la puerta del Hotel de Jacob.
La ley marcial facultaba al ejército para asumir funciones de árbitro de la controversia, pero no  se hizo ninguna tentativa de conciliación. Tan pronto como se exhibieron en Macondo, los  soldados pusieron a un lado los fusiles, cortaron y embarcaron el banano y movilizaron los trenes.
Los trabajadores, que hasta entonces se habían conformado con esperar, se echaron al monte sin  más armas que sus machetes de labor, y empezaron a sabotear el sabotaje. Incendiaron fincas y comisariatos, destruyeron los rieles para impedir el tránsito de los trenes que empezaban a  abrirse paso con fuego de ametralladoras, y cortaron los alambres del telégrafo y el teléfono. Las  acequias se tiñeron de sangre. El señor Brown, que estaba vivo en el gallinero electrificado, fue  sacado de Macondo con su familia y las de otros compatriotas suyos, y conducidos a territorio  seguro bajo la protección del ejército. La situación amenazaba con evolucionar hacia una guerra  civil desigual y sangrienta, cuando las autoridades hicieron un llamado a los trabajadores para  que se concentraran en Macondo. El llamado anunciaba que el Jefe Civil y Militar de la provincia  llegaría el viernes siguiente, dispuesto a interceder en el conflicto.
José Arcadio Segundo estaba entre la muchedumbre que se concentró en la estación desde la  mañana del viernes. Había participado en una reunión de los dirigentes sindicales y había sido  comisionado junto con el coronel Gavilán para confundirse con la multitud y orientarla según las  circunstancias. No se sentía bien, y amasaba una pasta salitrosa en el paladar, desde que advirtió  que el ejército había emplazado nidos de ametralladoras alrededor de la plazoleta, y que la  ciudad alambrada de la compañía bananera estaba protegida con piezas de artillería. Hacia las  doce, esperando un tren que no llegaba, más de tres mil personas, entre trabajadores, mujeres y  niños, habían desbordado el espacio descubierto frente a la estación y se apretujaban en las  calles adyacentes que el ejército cerró con filas de ametralladoras.
Aquello parecía entonces, más  que una recepción, una feria jubilosa. Habían trasladado los puestos de fritangas y las tiendas de  bebidas de la calle de los Turcos, y la gente soportaba con muy buen ánimo el fastidio de la  espera y el sol abrasante. Un poco antes de las tres corrió el rumor de que el tren oficial no  llegaría hasta el día siguiente. La muchedumbre cansada exhaló un suspiro de desaliento. Un  teniente del ejército se subió entonces en el techo de la estación, donde había cuatro nidos de  ametralladoras enfiladas hacia la multitud, y se dio un toque de silencio. Al lado de José Arcadio  Segundo estaba una mujer descalza, muy gorda, con dos niños de unos cuatro y siete años.
Cargó al menor, y le pidió a José Arcadio Segundo, sin conocerlo, que levantara al otro para que  oyera mejor lo que iban a decir. José Arcadio Segundo se acaballó al niño en la nuca. Muchos  años después, ese niño había de seguir contando, sin que nadie se lo creyera, que había visto al  teniente leyendo con una bocina de gramófono el Decreto Número 4 del Jefe Civil y Militar de la  provincia. Estaba firmado por el general Carlos Cortés Vargas, y por su secretario, el mayor  Enrique García Isaza, y en tres artículos de ochenta palabras declaraba a los huelguistas cuadrilla de malhechores y facultaba al ejército para matarlos a bala.
Leído el decreto, en medio de una ensordecedora rechifla de protesta, un capitán sustituyó al  teniente en el techo de la estación, y con la bocina de gramófono hizo señas de que quería  hablar. La muchedumbre volvió a guardar silencio.
-Señoras y señores -dijo el capitán con una voz baja, lenta, un poco cansada-, tienen cinco  minutos para retirarse.
La rechifla y los gritos redoblados ahogaron el toque de clarín que anunció el principio del  plazo. Nadie se movió.
-Han pasado cinco minutos -dijo el capitán en el mismo tono-. Un minuto más y se hará fuego.  José Arcadio Segundo, sudando hielo, se bajó al niño de los hombros y se lo entregó a la  mujer. «Estos cabrones son capaces de disparar», murmuró ella. José Arcadio Segundo no tuvo  tiempo de hablar, porque al instante reconoció la voz ronca del coronel Gavilán haciéndoles eco  con un grito a las palabras de la mujer. Embriagado por la tensión, por la maravillosa profundidad  del silencio y, además, convencido de que nada haría mover a aquella muchedumbre pasmada  por la fascinación de la muerte, José Arcadio Segundo se empinó por encima de las cabezas que  tenía enfrente, y por primera vez en su vida levantó la voz.
-¡Cabrones! -gritó-. Les regalamos el minuto que falta.
Al final de su grito ocurrió algo que no le produjo espanto, sino una especie de alucinación. El  capitán dio la orden de fuego y catorce nidos de ametralladoras le respondieron en el acto. Pero  todo parecía una farsa. Era como si las ametralladoras hubieran estado cargadas con engañifas  de pirotecnia, porque se escuchaba su anhelante tableteo, y se veían sus escupitajos incandescentes, pero no se percibía la más leve reacción, ni una voz, ni siquiera un suspiro, entre  la muchedumbre compacta que parecía petrificada por una invulnerabilidad instantánea. De  pronto, a un lado de la estación, un grito de muerte desgarró el encantamiento: «Aaaay, mi  madre.» Una fuerza sísmica, un aliento volcánico un rugido de cataclismo, estallaron en el centro  de la muchedumbre con una descomunal potencia expansiva. José Arcadio Segundo apenas tuvo  tiempo de levantar al niño, mientras la madre con el otro era absorbida por la muchedumbre  centrifugada por el pánico.
Muchos años después, el niño había de contar todavía, a pesar de que los vecinos seguían creyéndolo un viejo chiflado, que José Arcadio Segundo lo levantó por encima de su cabeza, y se dejó arrastrar, casi en el aire, como flotando en el terror de la muchedumbre, hacia una calle  adyacente. La posición privilegiada del niño le permitió ver que en ese momento la masa  desbocada empezaba a llegar a la esquina y la fila de ametralladoras abrió fuego. Varias voces  gritaron al mismo tiempo:
-¡Tírense al suelo! ¡Tírense al suelo!
Ya los de las primeras líneas lo habían hecho, barridos por las ráfagas de metralla. Los sobrevivientes, en vez de tirarse al suelo, trataron de volver a la plazoleta, y el pánico dio entonces un coletazo de dragón, y los mandó en una oleada compacta contra la otra oleada compacta que se movía en sentido contrario, despedida por el otro coletazo de dragón de la calle opuesta, donde también las ametralladoras disparaban sin tregua. Estaban acorralados, girando en un torbellino gigantesco que poco a poco se reducía a su epicentro porque sus bordes iban  siendo sistemáticamente recortados en redondo, como pelando una cebolla, por las tijeras insaciables y metódicas de la metralla. El niño vio una mujer arrodillada, con los brazos en cruz,  en un espacio limpio, misteriosamente vedado a la estampida. Allí lo puso José Arcadio Segundo,  en el instante de derrumbarse con la cara bañada en sangre, antes de que el tropel colosal  arrasara con el espacio vacío, con la mujer arrodillada, con la luz del alto cielo de sequía, y con el  puto mundo donde Úrsula Iguarán había vendido tantos animalitos de caramelo.
Cuando José Arcadio Segundo despertó estaba boca arriba en las tinieblas. Se dio cuenta de  que iba en un tren interminable y silencioso, y de que tenía el cabello apelmazado por la sangre  seca y le dolían todos los huesos. Sintió un sueño insoportable. Dispuesto a dormir muchas horas,  a salvo del terror y el horror, se acomodó del lado que menos le dolía, y sólo entonces descubrió  que estaba acostado sobre los muertos. No había un espacio libre en el vagón, salvo el corredor  central. 
Debían de haber pasado varias horas después de la masacre, porque los cadáveres  tenían la misma temperatura del yeso en otoño, y su misma consistencia de espuma petrificada,  y quienes los habían puesto en el vagón tuvieron tiempo de arrumarnos en el orden y el sentido en que se transportaban los racimos de banano. Tratando de fugarse de la pesadilla, José Arcadio  Segundo se arrastró de un vagón a otro, en la dirección en que avanzaba el tren, y en los relámpagos que estallaban por entre los listones de madera al pasar por los pueblos dormidos  veía los muertos hombres, los muertos mujeres, los muertos niños, que iban a ser arrojados al  mar como el banano de rechazo. Solamente reconoció a una mujer que vendía refrescos en la  plaza y al coronel Gavilán, que todavía llevaba enrollado en la mano el cinturón con la hebilla de plata moreliana con que trató de abrirse camino a través del pánico. Cuando llegó al primer  vagón dio un salto en la oscuridad, y se quedó tendido en la zanja hasta que el tren acabó de  pasar. Era el más largo que había visto nunca, con casi doscientos vagones de carga, y una  locomotora en cada extremo y una tercera en el centro. No llevaba ninguna luz, ni siquiera las  rojas y verdes lámparas de posición, y se deslizaba a una velocidad nocturna y sigilosa. Encima  de los vagones se veían los bultos oscuros de los soldados con las ametralladoras emplazadas.
Después de medianoche se precipitó un aguacero torrencial. José Arcadio Segundo ignoraba donde había saltado, pero sabía que caminando en sentido contrario al tren llegaría a Macondo. Al cabo de más de tres horas de marcha, empapado hasta los huesos, con un dolor de  cabeza terrible, divisó las primeras casas a la luz del amanecer. Atraído por el olor del café, entró  en una cocina donde una mujer con un niño en brazos estaba inclinada sobre el fogón.
-Buenos -dijo exhausto-. Soy José Arcadio Segundo Buendía.
Pronunció el nombre completo, letra por letra, para convencerse de que estaba vivo. Hizo bien,  porque la mujer había pensado que era una aparición al ver en la puerta la figura escuálida,  sombría, con la cabeza y la ropa sucias de sangre, y tocada por la solemnidad de la muerte. Lo  conocía. Llevó una manta para que se arropara mientras se secaba la ropa en el fogón, le calentó  agua para que se lavara la herida, que era sólo un desgarramiento de la piel, y le dio un pañal limpio para que se vendara la cabeza. Luego le sirvió un pocillo de café, sin azúcar, como le  habían dicho que lo tomaban los Buendía, y abrió la ropa cerca del fuego.
José Arcadio Segundo no habló mientras no terminó de tomar el café.
-Debían ser como tres mil -murmuró.
-¿Qué?
-Los muertos -aclaró él-. Debían ser todos los que estaban en la estación.
La mujer lo midió con una mirada de lástima. «Aquí no ha habido muertos -dijo-. Desde los  tiempos de tu tío, el coronel, no ha pasado nada en Macondo.» En tres cocinas donde se detuvo  José Arcadio Segundo antes de llegar a la casa le dijeron lo mismo: «No hubo muertos.» Pasó por  la plazoleta de la estación, y vio las mesas de fritangas amontonadas una encima de otra, y  tampoco allí encontró rastro alguno de la masacre. Las calles estaban desiertas bajo la lluvia  tenaz y las casas cerradas, sin vestigios de vida interior. La única noticia humana era el primer  toque para misa. Llamó en la puerta de la casa del coronel Gavilán. Una mujer encinta, a quien  había visto muchas veces, le cerró la puerta en la cara. «Se fue -dijo asustada-. Volvió a su  tierra.» 
La entrada principal del gallinero alambrado estaba custodiada, como siempre, por dos  policías locales que parecían de piedra bajo la lluvia, con impermeables y cascos de hule. En su  callecita marginal, los negros antillanos cantaban a coro los salmos del sábado. José Arcadio  Segundo saltó la cerca del patio y entró en la casa por la cocina. Santa Sofía de la Piedad apenas levantó la voz. «Que no te vea Fernanda -dijo-. Hace un rato se estaba levantando.» Como si  cumpliera un pacto implícito, llevó al hijo al cuarto de las bacinillas, le arregló el desvencijado  catre de Melquíades, y a las dos de la tarde, mientras Fernanda hacía la siesta, le pasó por la  ventana un plato de comida.
Aureliano Segundo había dormido en casa porque allí lo sorprendió la lluvia, y a las tres de la  tarde todavía seguía esperando que escampara. Informado en secreto por Santa Sofía de la  Piedad, a esa hora visitó a su hermano en el cuarto de Melquíades. Tampoco él creyó la versión  de la masacre ni la pesadilla del tren cargado de muertos que viajaba hacia el mar. La noche  anterior habían leído un bando nacional extraordinario, para informar que los obreros habían obedecido la orden de evacuar la estación, y se dirigían a sus casas en caravanas pacíficas. El  bando informaba también que los dirigentes sindicales, con un elevado espíritu patriótico, habían  reducido sus peticiones a dos puntos: reforma de los servicios médicos y construcción de letrinas  en las viviendas. 
Se informó más tarde que cuando las autoridades militares obtuvieron el  acuerdo de los trabajadores, se apresuraron a comunicárselo al señor Brown, y que éste no sólo  había aceptado las nuevas condiciones, sino que ofreció pagar tres días de jolgorios públicos para  celebrar el término del conflicto. Sólo que cuando los militares le preguntaron para qué fecha podía anunciarse la firma del acuerdo, él miró a través de la ventana del cielo rayado de  relámpagos, e hizo un profundo gesto de incertidumbre.
-Será cuando escampe -dijo-. Mientras dure la lluvia, suspendemos toda clase de actividades.
No llovía desde hacia tres meses y era tiempo de sequía. Pero cuando el señor Brown anunció  su decisión se precipité en toda la zona bananera el aguacero torrencial que sorprendió a José  Arcadio Segundo en el camino de Macondo. Una semana después seguía lloviendo. La versión  oficial, mil veces repetida y machacada en todo el país por cuanto medio de divulgación encontró el gobierno a su alcance, terminó por imponerse: no hubo muertos, los trabajadores satisfechos habían vuelto con sus familias, y la compañía bananera suspendía actividades mientras pasaba la  lluvia. 
La ley marcial continuaba, en previsión de que fuera necesario aplicar medidas de  emergencia para la calamidad pública del aguacero interminable, pero la tropa estaba  acuartelada. 
Durante el día los militares andaban por los torrentes de las calles, con los pantalones enrollados a media pierna, jugando a los naufragios con los niños. En la noche,  después del toque de queda, derribaban puertas a culatazos, sacaban a los sospechosos de sus  camas y se los llevaban a un viaje sin regreso. Era todavía la búsqueda y el exterminio de los malhechores, asesinos, incendiarios y revoltosos del Decreto Número Cuatro, pero los militares lo negaban a los propios parientes de sus víctimas, que desbordaban la oficina de los comandantes  en busca de noticias. «Seguro que fue un sueño -insistían los oficiales-. En Macondo no ha  pasado nada, ni está pasando ni pasará nunca. Este es un pueblo feliz.» Así consumaron el  exterminio de los jefes sindicales. El único sobreviviente fue José Arcadio Segundo. Una noche de febrero se oyeron en la puerta  los golpes inconfundibles de las culatas [...]Texto de Cien años de Soledad de Gabriel García Márquez.[email protected]
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Entrevista a Gabriel García Márquez (1982)

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