(JCR)
No deja de sorprenderme las formas mutantes que toma la abundante retórica anti-Papa Francisco que uno se encuentra vertida en páginas web (cuyo nombre no menciono por no hacerles publicidad) que se declaran guardianes de la ortodoxia. Con sumo cuidado para seguir pareciendo católicos, trazan una sutil línea para distinguir entre lo que les resulta aceptable y lo que rechazan (¿o habría que decir de lo que abominan?), que según ellos, ningún católico está obligado a aceptar.
Quienes están disgustado ante las formas y declaraciones de Francisco, argumentan que les trae sin cuidado sus gestos, sus declaraciones a la prensa en el avión durante sus viajes, sus entrevistas, sus homilías en Santa Marta, y hasta sus exhortaciones apostólicas sin marchamo de infalibilidad, y que sólo están obligados a aceptar las declaraciones papales solemnes que estén en conformidad con lo que hayan dicho sus antecesores. Me imagino que siguiendo el parecer de esta lógica, estos apologetas podrían también rechazar los gestos de Jesús en el Evangelio como sus comidas con gentes de mal vivir, su cercanía a los pobres, su compasión ante el sufrimiento humano o sus exabruptos hacia los fariseos, y sólo se quedarán con las frases predecidas de “en verdad, en verdad , os digo”.
Escribo esto porque, seis meses después de la visita de Francisco a la República Centroafricana, donde vivo y trabajo, me doy cuenta de la profunda huella que dejó su paso por la atormentada Bangui. Muchas veces lo he comparado a la expresión bíblica “El Señor pasó”, con la que se significa cómo la presencia de Dios en una situación de desesperación puede cambiar lo que los hombres pensamos que no tiene remedio. No hay análisis reciente -de organizaciones de derechos humanos, de Naciones Unidas, de observadores políticos- sobre la situación en este sufrido país en el que no se mencione que la visita del Papa el 29 y 30 de noviembre de 2015 supuso un punto de inflexión a partir del cual las cosas empezaron a mejorar. Después de su paso por Centroáfrica, se celebraron -contra todo pronóstico- unas elecciones pacíficas y limpias que han dado paso a un gobierno legítimo, las milicias empezaron a entrar en razón y aceptar el desarme y muchos antiguos enemigos empezaron a reconciliarse.
Estoy seguro de que si le preguntamos a cualquier centroafricano qué dijo el Papa durante aquellos dos días, es muy posible que no se acuerde de ninguna de sus frases. Pero no pasa un día sin que encuentre a alguien que me comente alguno de los muchos gestos que Francisco realizó y que no solamente conmovieron profundamente a personas que llevaban años viviendo en la desesperación, sino que consiguieron ablandar los corazones de muchos partidarios de la violencia y la venganza. Les cito tres de esos gestos:
1. El primer gran gesto del Papa en Centroáfrica fue... !empeñarse en llegar! Desde que la violencia en Bangui se recrudeció a partir del 26 de septiembre y durante octubre y noviembre hubo enfrentamientos de las milicias prácticamente a diario, muchos dudaron de que el viaje podría realizarse. Recuerdo los meses de octubre y noviembre como una de los periodos más duros de mi vida. En la oficina escuchábamos disparos a cualquier hora, por la noche la tensión no nos dejaba dormir y las cosas parecían empeorarse sin remedio. En tales circunstancias, sorprende poco que los servicios de seguridad franceses aconsejaran a las autoridades suprimir el viaje. Francisco se empañó en no cambiar los planes, incluso tres días antes respondió a la pregunta de un periodista con una de sus peculiares salidas de humor: “si el piloto no puede aterrizar en Bangui, que me den un paracaídas”. Para la gente que vivía desplazada, desesperada de no ver una salida a la crisis, en medio de un enorme sufrimiento, la visita del Papa era la última baza para poder disminuir las tensiones y atisbar una esperanza de paz. Cuando, el 29 de noviembre, en la calle, vi pasar al Papa, me llegó al alma los gritos de la gente que estaba a mi lado: “se acabó la maldición, ha llegado la paz”. Al escuchar aquello, me acordé una vez más de la gran sensibilidad que el pueblo sencillo tiene muchas veces para entender la presencia de Dios, sobre todo cuando Él es la única esperanza que les queda.
2. Permítanme que se lo diga como yo lo pienso: Francisco no es un hombre especialmente dotado para la comunicación de masas. Ni siquiera habla idiomas, aparte del español y el italiano. Cuando leía discursos -en italiano, con un traductor- no me parecía que se sintiera realmente en su salsa. Pero su cercanía y su sencillez conquistaron a los centroafricanos. No podré olvidar nunca el contraste entre los coches de lujo, blindados, con cristales tintados, de los dirigentes de la comitiva del gobierno, y el sencillo “papa móvil” consistente en un Toyota pick-up con unas barras a las que Francisco se agarraba como podía para evitar las sacudidas de los abundantes baches en las carreteras de Bangui. Tampoco olvidarán los desplazados de la iglesia de Saint Sauveur cómo el Papa tuvo tiempo para dar la mano a todos los niños, uno por uno, que se habían alineado para recibirle, hasta el punto de que su equipo de seguridad no sabían ya qué hacer para recordarle que tenía que ajustarse a un horario muy apretado. Cómo no conmoverse, también, ante el gesto sin precedentes que tuvo el Papa de adelantar el comienzo del Año de la Misericordia para abrir la primera puerta santa, no en Roma, sino en la Catedral de Bangui, a la que proclamó “la capital espiritual del mundo”. El país más pobre del mundo, por el que nadie ha dado nunca dos duros, despreciado por todos, elevado a la categoría de joya universal. Es el Dios que “levanta de la basura al pobre”.
3. El tercer gran gesto de Francisco fue negarse a cambiar su programa, como se lo aconsejó su seguridad, que veía la visita al barrio musulmán del Kilómetro Cinco como un enorme riesgo. Hasta el día antes, aquello era un enclave de donde nadie podía salir y donde nadie se aventuraba a entrar, donde paseaban las milicias con impunidad disparando y quemando casas de los barrios vecinos. Los musulmanes recibieron a Francisco como a un héroe. Nunca he visto ese barrio tan limpio y ordenado como ese día. En la mezquita central, donde entró a dar un mensaje claro (“cristianos y musulmanes somos hermanos, y debemos tratarnos como tales”) estaban incluso los líderes más extremistas, a los que el Papa estrechó la mano. Eran los mismos que apenas un mes antes amenazaron de muerte al arzobispo de Bangui y los enviados del Vaticano que habían acudido a la mezquita a preparar su viaje. Los musulmanes quedaron conmovidos de ver a aquel hombre vestido de blanco que se descalzó y acudió con el imam a rezar en silencio en dirección a La Meca. Y acabó de metérselos en el bolsillo cuando, al salir, invitó al imam a subir con él al “papamóvil” para recorrer las calles de su barrio. Cuando la comitiva papal salió de allí para dirigirse al estadio donde celebró su última misa, se rompió la maldición del aislamiento y el último tramo de la avenida Boganda, donde hasta un día antes nadie se aventuraba a poner el pie, se llenó de miles de personas, antiguos rivales, que se encontraban y se abrazaban. Desde entonces, el Kilómetro Cinco se ha normalizado. He oido a muchos cristianos, que durante tres años temían ir allí o que tenían odio a los musulmanes por haber sido víctimas de la violencia de sus millicias, decir: “Si el Papa fue allí, yo también”.
Estos son los gestos de Francisco de los que me acuerdo y que dejaron una huella imborrable. A los papaexcépticos, que dicen que les traer sin cuidado lo que Francisco haga, o que se incluso se burlan de lo que llaman populismo barato, ya me hubiera gustado a mi verlos en un barrio de Bangui buscando dónde ponerse a cubierto cuando empezaban los disparos y unirse a la gente para pedir a gritos que viniera Francisco a terminar con aquella maldición.