Queridos amigos de este blog, de La otra literatura o de cualquiera de los múltiples canales por los que tenemos contacto. Como bien sabéis, y si no lo sabéis os lo cuento ahora, el próximo domingo 20 de mayo, verá la luz Seis mil lunas, una obra en la que, a través de las historias de sus protagonistas (refugiados y desplazados, mujeres de guerra, jóvenes sin infancia, abuelas siempre madres, delatores, fugitivos, hacendados y campesinos que tratan de sobrevivir sobre la línea que divide la cordura de la barbarie), trataremos de conocer quinientos años de dominación, de conquista, de saqueo, de mestizaje, de sustitución, o al menos de fusión, entre una cultura y otra han sido el caldo de cultivo en que bulle el continente, con sus lacras, sus virtudes y su interminable pelea, tantas veces perdida pero otras tantas veces recomenzada, para cambiar la historia. Todo ello en 14 relatos.
Para que os hagáis una idea, quiero compartir con vosotros buena parte del primer relato, Vía crucis (Relato ganador del V certamen de relatos cortos “Zenobia”, Moguer, Huelva).
Seis Mil lunas: Vía Crucis
Nos fuimos con lo puesto. Los que tuvimos más suerte pudimos salvar apenas lo que cabe en un saco. No es mucho, verdad. Y aun así, vieran lo pesado que se llega a hacer. Cuando hubo que elegir las cosas, a la carrera, no fue fácil decidirse. Nunca se sabe lo que nos puede hacer falta. Yo me llevé un par de cobijas, algo de comida para el camino, un lío de cabuya, una mudada de ropa y la poquita plata que había juntado de la venta del último maíz. Volados útiles.
Pero las cosas del corazón, las que sustentan los recuerdos, se quedaron botadas; no nos parecieron lo bastante importantes en aquel momento. Solo después las echamos en falta, cuando ya hubimos puesto la vida a salvo. Cómo suspiramos por ellas entonces. Parece que nos han dejado un hueco, dentro del pecho, que no hay manera de llenar. Atrás se quedó la foto que yo guardaba de mis tatas, la única que se habían hecho, y ahora que la memoria me va fallando ya no recuerdo bien sus rostros: cierro los ojos e intento concentrarme, pero los veo cada vez más imprecisos.
También dejé atrás unos dados de la suerte con los que gané la ternera que me pedía don Peto, el papá de la Julia, para poder juntarnos, y una crucecita de bambú que ella me regaló unas navidades, que velaba por nosotros y nos protegía desde su lugar en la pared. Todos esos objetos se perdieron y ahora somos una familia sin historia, sin historia y sin tierra. Por eso he querido regresar; por eso principalmente.
Nos ubicaron a todos en un llano alto y helado, todo el invierno soplando el norte, ese viento terco que le levanta a uno dolor de cabeza. Pero al menos allí, en el campamento, estábamos a salvo.
Aunque todo escaseara, no faltaba nada de lo básico: los tres tiempos de comida, ropa para el que no tenga, cobijas para no aguantar frío, jabón y hasta café. Los viejos pasábamos los días sentados en unos bancos de madera, pulidos de tanta nalga como aguantaban, contando historias de aquí, recordando, mirando para la frontera. Los años se pasaban despacio, con esa tristeza que le anida a uno adentro, que no lo deja dormir ni descansar. ¿Qué va a hacer uno lejos de la tierra? Un campesino sin tierra no es nada. De pensar en morirme en el exilio se me iba la alegría. Así que mejor me regreso, les dije, qué tengo que temer allá si se fue la gente. No se vaya, tata, me pidieron los hijos, que también a usted lo van a matar. Pero no les hice caso y me vine.
Son varios días andando, una semana tal vez, o más. Atravieso páramos solitarios, hondonadas calientes y cerros helados, lejos de la gente y las patrullas. Uno está viejo, pero marcho despacio y sin miedo. Este camino es como un vía crucis íntimo que se sufre en carne propia: a cada nuevo paso que se avanza, uno reza para dentro, recordando. Igual que cuando salimos en huida, pero en sentido contrario. Han pasado solo unos años, pero a esta edad los huesos resienten mucho el paso del tiempo.
Al final está el río. Baja bravo. En esta época, que es de lluvias, las aguas revientan el cauce. Desde la orilla extranjera miro la propia; extranjera es un decir: la tierra es la misma, la gente también, solo un río que divide. Serán cien varas, doscientas lo más, pero no se puede cruzar. Ya no había barca ni cómo pasarse, así que me quedo un tiempo arrimado donde mi compadre don Lupe.
—Para allá vas, vos.
—Para allá voy —dije.
—Mejor vuélvase. A veces se presentan soldados del otro lado — me advierte— buscando gente refugiada.
Mi compadre siempre anda con miedos. Está delgado y seco. Se le ha pegado la piel a los huesos. La comadre no, ella está mero cholotona. Me han dejado dormir en la cocina, fuera de la casa, y se mete el agua cuando llueve. Cada día llueve más que el anterior, y el río más alto. La tierra se vuelve un puro lodazal y el aire huele a madera podrida y a moho.
Una mañana llega un hombre por el camino del pueblo con dos bestias.
—Yo lo ayudo a cruzar —me dice.
Y me pasó el río en las mulas, buenas nadadoras. Al llegar al otro lado se regresó.
—Tenga cuidado, mi amigo —me dijo—, porque en esta orilla nadie responde.
—No se apure —le contesto.
Todo está enmontañado, solitario. Crecen los árboles por doquier y las enredaderas que cuelgan de sus ramas tejen una maraña impenetrable, pero a cada paso que doy siento el olor de la bienvenida. Ahora estoy en mi tierra, alegre dentro de lo que cabe, porque lo que se perdió ya no se va a recuperar. La guerra, pienso, tan maldita para nosotros, ha sido en cambio un descanso para esta tierra casi esquilmada por el hombre. La selva se extiende de nuevo, se come las veredas y los calveros y cubre las cicatrices que le hemos hecho. Los pozos brotan con fuerza y las quebradas bajan más llenas que nunca. Veo animales que ya tiempos se perdieron, venados, tepezcuintles, cusucos. Los frutos de la temporada desgajan los palos, de cargados que están. Hay lugares que parecen rescatados de la primera mañana de la Creación, lavaditos por el agua, fértil y olorosa la tierra, llena de trinos y de vida. Uno en este lugar no teme a nada, y puedo quedarme tan galán aguantando las estaciones con sus lluvias de lodo y sus sequías de polvo.
Pasa una patrulla de soldados y me encuentran en medio de la montaña. No son muchos, pero suficientes para turbar mi calma. Caminan con pasos de metal y llevan las caras ocultas. Detrás de las pinturas se esconden unos ojos manchados de vergüenza y miedo. Están sorprendidos por mi presencia y las bocas de los fusiles me interrogan en silencio, pero aquí solamente estoy yo, nadie más.
—No cargo nada —les respondo—, mis manos, mi pobre cacaxtle reseco y arrugado, estas ropas miserables y descoloridas.
Mientras hablo, pienso si no se habrán extraviado, si no serán las ánimas de aquellos que nos hicieron salir, que expían sus culpas en este purgatorio. No me dicen nada, nomás me regalan las miradas ardientes de los ojos ciegos.