Revista Literatura

Seis minutos (ii)

Por Salvaguti
SEIS MINUTOS (II)
No sé cuánto tiempo estuve incomunicado, sin cobertura en mi teléfono móvil, sin poder sintonizar una emisora de radio, sin poder ver nada, atrapado en esa espesa, blanca y casi marmórea niebla que yo asumí como una metáfora de esa enfermedad que mataba a quien la contraía en solo seis minutos. Atrapado en el silencio y en la oscuridad. Ante tales circunstancias, decidí que lo mejor sería encerrarme en el coche y tratar de pasar la noche, confiado de que el amanecer espantase la niebla y trajera la luz. Recliné el asiento del piloto, para estar más cómodo, y cada poco accionaba la radio del coche con la esperanza de volver a escuchar una emisora. Todos mis intentos resultaron en vano, completo silencio. En el cuarto o quinto intento descubrí que pulsaba el interruptor de la radio cada seis minutos, a las 23.14, 23.20, 23.26 y así hasta pasada la medianoche que me prometí romper esa secuencia, esquivar ese número, que parecía estar adueñándose de mi vida. Ante el temor a que pasara mucho tiempo antes de poder encontrar una gasolinera, una tienda, simplemente poder circular, me dispuse a contar los alimentos que tenía, y así racionalizar su consumo. Entre chocolatinas, bolsas de patatas fritas y un bocadillo –de salmón ahumado-, contaba con seis raciones de comida. Seis, otra vez. Y seis botellas de agua, seis. Calculé que podría aguantar unos seis días, seis, si consumía una ración y una botella de agua diariamente. Tal vez demasiado tiempo si la enfermedad se transmitía a través de esa espesa niebla y me contagiaba. Entonces, llegado ese momento, solo dispondría de seis minutos, solo seis minutos, antes de morir, tal y como había anunciado el locutor radiofónico, cuando aún no estaba incomunicado.Después de comer el bocadillo de salmón ahumado y beber media botella de agua, y cubierto por una manta que solía llevar en el maletero, me dispuse a dormir, como mejor manera de pasar las horas. Por extraño que pudiera parecer, tal vez como consecuencia del cansancio, apenas tardé unos minutos, puede que solo fueran seis, en conciliar el sueño. Por desgracia, en muy poco tiempo comencé a protagonizar una pesadilla que aún me cuesta recordar sin sentir un profundo pesar en mi interior. De repente me encontraba en mitad del mar, solo, de noche, aterido por el frío, en el interior de una niebla similar a la que me atrapaba en ese momento. Como pude, casi desmayado, llegó el amanecer, que me mostró seis pequeñas barcas, seis, de diferentes colores, que me rodeaban. Con la escasa fuerza que me quedaba, comencé a nadar en dirección a la de color azul. Estaba a punto de alcanzarla cuando, como impulsada por una invisible pero poderosa fuerza, se alejó a toda velocidad, hasta perderla de vista. Y del mismo modo se comportaron la verde, la roja, la naranja y la amarilla. Cuando solo me quedaba la barca negra como última y única esperanza, mis piernas se engarrotaron, las sentí de plomo, de hierro, y comencé a hundirme. A punto de morir ahogado en la pesadilla, desperté: había estado durmiendo seis horas, justamente seis horas. Enfrente, entre las legañas, a través de la niebla y del cristal empañado, creí ver una luz. Abandoné el coche y caminé en su busca. Conforme avanzaba, la luz crecía y la niebla iba perdiendo su consistencia. Apenas cien metros recorridos, la niebla había desaparecido y yo me encontraba en el centro de un inmenso y verde valle, al igual que otras cinco personas, dos hombres y tres mujeres, que sonreían como yo, radiantes de felicidad. Corrimos a encontrarnos, y a medida que nos íbamos acercando me fui percatando de que, tal y como sucedía con las barcas de la pesadilla, cada uno estábamos vestidos de un color diferente. De rojo, amarillo, naranja, verde, azul y yo de negro. Cuando al fin alcanzamos el centro del valle, el nuestro fue un breve encuentro. Solo seis minutos, el tiempo que tardaron en morir.

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