Dicen los psicólogos que todo lo que nos da miedo aparece en los cuentos infantiles. Y que el envenenamiento nos aterroriza porque es una forma de ataque que nos coge totalmente desprevenidos. Como le ocurrió en un cuento de Charles Perrault a la joven Blancanieves, que mordió inocentemente la manzana envenenada que le ofrecía su madrastra y cayó sumida en un profundo sueño. Más letal era la droga con la que el capitán Hook llenaba sus anillos y de la que vertió cinco gotas en la taza que bebía el siempre joven Peter Pan. Y en “Aladino y la lámpara maravillosa”, de Las Mil y una noches, la joven Halima, hija del sultán, escapó del brujo que la había apresado vertiendo veneno en su copa de vino.
La literatura clásica también está repleta de ponzoña. En El Conde de Montecristo, de Alejandro Dumas, aparece otra madrastra que intenta envenenar a un bella joven, en este caso llamada Valentina. Shakespeare cuenta que el padre de Hamlet fue asesinado usando un veneno derramado en su oído. Y la historia de Madame Bovary, escrita por el francés Gustave Flaubert, termina trágicamente cuando la protagonista recurre al arsénico para suicidarse