Los autores protagonistas de la rebelión independentista catalana están viviendo una auténtica semana de pasión al soportar en sus carnes todo el peso de la ley. Una semana que comenzó el pasado Viernes de Dolores, cuando el juez del Tribunal Supremo, Pablo Llarena, acordó prisión incondicional para Jordi Turull, candidato, en plan C, a la Presidencia de la Generalitatde Cataluña (el plan A era Puigdemont y el B, Jordi Sánchez), Carmen Forcadell, expresidenta del Parlament, y los exconsellers Raúl Romeva, Josep Rull y Dolors Bassa. Sólo faltó Marta Rovira, que también estaba citada a esa “vistilla” de medidas cautelares ante el juez, pero prefirió huir a Suiza antes que correr la suerte de sus compañeros independentistas, a los que dejó en la estacada, perjudicando su situación (demostró que el riesgo de fuga es patente). Con estos, ya son nueve los independentistas encarcelados, todos ellos miembros de la cúpula de dirigentes que violentaron la legalidad, utilizaron las instituciones autonómicas de manera espuria, agitaron las calles y dividieron dramáticamente a la ciudadanía catalana con intención expresa de proclamar una república independiente en Cataluña, el romántico sueño nacionalista estrellado contra la realidad.
Aunque todos ellos eran conscientes a lo que se enfrentaban al impulsar un pulso al Estado de Derecho y optar por la franca desobediencia a la Constitucióny el Estatuto catalán, delitos calificados como muy graves en el Código Penal, la verdad es que, desde el punto de vista empático y político (tienen familia y son representantes de un porcentaje elevado, aunque no mayoritario, de la sociedad catalana que les votó), la contundencia de la respuesta judicial parece extremadamente dura. Tal vez es lo que merezcan por la tozudez de su desafío a la legalidad de este país, su insistencia en violentar leyes y normas para alcanzar sus objetivos separatistas y por empeñar sus trayectorias políticas y el prestigio y la estabilidad de Cataluña a la obsesión independentista a cualquier precio.
Pero viéndolos despedirse de sus familiares antes de entrar en el Tribunal Supremo con caras de aflicción, mirándolos como dice Fernando Aramburu que le enseñó Albert Camus, amando al hombre por encima de la idea y amando la cara del hombre por encima del hombre, no deja uno de compadecerlos. Además, esa sensación de obstrucción que innecesariamente se transmite hacia una aspiración política legítima que echa a las calles a cientos de miles de seguidores, unido al citado componente empático, quizá hubiera aconsejado medidas igualmente rigurosas pero menos drásticas de forma cautelar, como podrían ser fianzas elevadas y la inhabilitación política, mientras se rúbrica de la sentencia definitiva. Claro que también se echan en falta en todo este asunto medidas políticas mucho más contundentes, con sus reuniones, diálogos, acuerdos y pactos, tendentes a buscar una salida a un conflicto político de enorme envergadura que viene de antiguo, y al que, me temo, sólo con actuaciones judiciales no se solventará jamás.
En cualquier caso, y sea como fuere, ya está toda la cúpula del llamado procés viviendo su semana de pasión bien en la cárcel, bien en libertad bajo fianza o libres provisionalmente sin fianza, o, incluso, como prófugos de la justicia española en diversos países de Europa, donde creen estar a salvo. De los 25 procesados por el Tribunal Supremo, hay siete fugados que salieron por patas en cuanto sintieron en la nuca el aliento de la Justicia, empezando por quien sigue insistiendo en ser considerado el presidente “legítimo” de Cataluña, Carles Puigdemont, que buscó refugio en Bélgica junto a Toni Comín, Lluís Puig i Gordi y Meritxell Serret, exconsejeros de su Govern. Otros que también prefirieron la condición de prófugos de la Justicia fueron Clara Ponsati, que recaló en Escocia, y Anna Gabriel y Marta Rovira, juntas pero no revueltas en Suiza. Los últimos encarcelados por el juez Llarena comparten ya barrotes con sus compañeros Oriol Junqueras, exvicepresidente de la Generalitat, Joaquim Forn, exconsejero de Interior, y los líderes de las organizaciones ultranacionalistas ANC y Ómnium Cultural, Jordi Sánchez y Jordi Cuixart, respectivamente, todos ellos a recaudo, desde noviembre pasado, entre rejas. Otros nueve disfrutan de libertad provisional con o sin fianza. Y todos conocen ya los motivos de su procesamiento, los delitos de los que se les acusa y las pruebas periciales en las que se basa el juez para considerar sus delitos como muy graves, tanto como para que la mitad de los encausados esté en la cárcel.
Se confirma, así, que el peso de la Justicia, de aplicación lenta pero inexorable, acaba alcanzando a quienes optan por ignorar las leyes y creen gozar de impunidad para escapar de su influjo, amparados en su condición de electos y aprovechando, como dice el juez en su auto, las facultades políticas de gobierno de la Generalitat. Por ello, acusa de rebelión a los cabecillas que dirigían la Generalitatal pretender, mediante un meticuloso plan secesionista, que el Estado de Derecho se rindiera a su determinación por conseguir la creación de una hipotética república catalana. Otros dirigentes, gracias al selectivo bisturí judicial, no están procesados, entre ellos Artur Mas, el predecesor de Puigdemont en la presidencia del Govern, y Marta Pascual y Neus Lloveras, exparlamentarias catalanas.
El calvario de PuigdemontPero a quien le ha llegado la hora de sufrir un calvario es, precisamente, al expresidente Puigdemont, el primer fugado a Bélgica, país que no concede extradiciones por este tipo de delitos y en el que, durante casi cinco meses, podía sentirse seguro para intentar “internacionalizar” el conflicto, dando ruedas de prensa e impartiendo charlas casi a diario. En un supuesto exceso de confianza, cometió un fallo: se desplazó a Finlandia para participar en uno de sus habituales coloquios propagandísticos, circunstancia que aprovechó el juez para activar las órdenes de detención y entrega internacional. De forma presurosa, fue apresado en Alemania tras cruzar la frontera de Dinamarca en su intento de llegar a Bélgica por carretera procedente de Finlandia. Cabe la posibilidad de que el hecho fuera provocado adrede por el propio Puigdemont (podía haber regresado en avión en vez de por carretera) para meter presión a las autoridades españolas en esta semana de pasión para el independentismo catalán, incapaz desde el elecciones de diciembre de ponerse de acuerdo para nombrar un candidato que resulte elegido, conforme a la ley, presidente de la Generalitat de Cataluña.
Por lo que sea, ha caído el máximo responsable de lo que es considerado un golpe de estado, por su voluntad de subvertir la legalidad vigente por la fuerza de los hechos consumados y la violencia, aunque esta última sólo se haya ejercido de forma incipiente con manifestaciones callejeras, cortes de carreteras y cerco a las instituciones del Estado en Cataluña. Es por ello que para Carles Puigdemont, quien ha intentado mantener viva la resistencia y asumir como símbolo la lucha por la independencia, será todo un calvario reconocer que ha sido derrotado, que el procés que lideró ha sido descabezado y que la necesidad de recuperar los resortes del poder en Cataluña para ponerlos a disposición de la “causa” soberanista será ahora mucho más difícil de conseguir. Y lo que es más doloroso, que su destino, como el de los demás delincuentes de esta aventura, será aquel del que renegó cuando salió huyendo un 30 de octubre a Bélgica tras proclamar de manera unilateral la independencia de Cataluña para enseguida dejarla en suspenso, y desde donde no tuvo empacho en reconocer que, entre ser presidiario y presidente, prefería ser presidente. Ahora le toca el calvario de ser presidario.
La historia, es evidente, no ha acabado y surgirán nuevos y numerosos capítulos con los que se intentarán nuevos giros a la trama. Pero el final es previsible: sólo desde el acatamiento a la legalidad y el respeto a la Constitución se podrá recuperar la normalidad en el Gobierno catalán. De lo contrario, queda Artículo 155 para rato y convocatoria de nuevas elecciones. Y vuelta a empezar.