Revista Cultura y Ocio

Semana de prodigios (fin)

Por Mª Luisa López Cortiñas
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Los lunes no tienen porque ser necesariamente malos.


LUNES
Al día siguiente del concierto espontáneo muchas farolas del pueblo, especialmente las cercanas a los centros educativos, amanecieron empapeladas con una oferta que no se podía ignorar. Alfonso volvía a la música.
Esa misma tarde, Alfonso, acompañado de Isolda, acudió a comisaría. Le habían llamado para que reconociera los objetos sustraídos, al fin y al cabo, un par de atriles y unos cuantos instrumentos musicales no era algo que se robe o venda todos los días en una isla tan pequeña. En breve los podrá llevar a casa. El legítimo propietario estaba deseoso de afinar el arpa, y poner banda sonora a la nueva vida, ahora sí, que comenzaba.
Laura tuvo una mañana tan ajetreada como de costumbre, los temas de conversación eran Alfonso y su música, y la duración media que debían de tener las enfermedades. Si no quería volverse loca con aquellas normativas absurdas tendría que buscar la forma de burlarlas. Lo que faltaba ahora es que fueran “administrativos dioses” diciendo a Lázaro, continuamente, cuándo y cómo debía levantarse.
Hoy estaba cansada, pero le apetecía ir a alguna playa. Llamó a casa a media mañana para informar a Isolda que no contase con ella para comer, que pasaría para coger el coche y ni siquiera entraría. Eso hizo.
Comió en un restaurante en las afueras, lleno de alemanes e ingleses rojos como cangrejos, y niños igual de colorados y silenciosos como muertos.
Aún no sabe cómo, el volante la llevó a las puertas del desvío que conduce a la playa del Pilar, ¿por qué no? se preguntó. Cuando llegó al parking, antes de cerrar el coche, recordó que había comprado un libro de poemas que no recordaba porqué había llamado su atención. Abrió la guantera, allí estaba: “Flores en la cuneta”, Alejandro Céspedes.
El camino a la playa se le hizo más largo de lo esperado, cuando comprobó la hora en el móvil, lo había hecho en menos tiempo del oficialmente estimado en los carteles.
Contrariamente a lo que siempre había pensado, cuando por primera vez pisó la arena gruesa amarillo naranja, el corazón de Manuel, su corazón, no aceleró el paso, ni se encogió en un puño, ni tomó velocidad de crucero, se sentía en calma con su tic tac de siempre.
Se sitúo a mitad de playa y se sentó en la arena. Era una buena lectora de poesía, pensó. Lo que le gustaba de ella era su falta de orden, uno podía empezar por cualquier poema, incluso por cualquier línea. Abrió el libro al azar y leyó “el dardo nunca…”. Entonces recordó la carta que escribió el sábado y que esa misma mañana había echado al buzón, una carta sin remitente y casi sin destinatario, una carta de esas que se echan a escondidas para que nadie sepa, que nadie sospeche que ella daba las gracias, un simple y solitario gracias, a la que la dejó sin marido. Imaginó la sorpresa de la receptora. Siempre era agradable que a uno le agradecieran algo, aunque no supiera lo qué.
Tenía calor y le apetecía. ¿Qué utilidad tenía el bikini? Dejó llaves de coche y móvil debajo del libro. Se levantó y se fue desnudando lentamente: primero fue despegando el vaporoso vestido amarillo, con el calor, se había ido amoldando al cuerpo como una segunda piel, después tocaba la ropa interior, de un blanco inmaculado. No había cogido aún mucho color, pero no era momento de acordarse del bronceador, ni de la ropa de baño, ni de la toalla, ni de nada de lo que llevaba uno en estos casos. Se encaminó con paso lento hacia el mar, y olvidándose de sí misma se sumergió en el agua. La sorprendió el escalón de arena que ocultaban las olas al llegar a tierra. En un avance inferior a diez metros, calculó ella, sus pies ya no tocaban suelo, y comenzó a sentirse ligera, una cometa a merced de las corrientes de aire. Cuando salió, la sorprendió el dolor de brazos y la playa medio vacía, la recordaba medio llena. Sólo tenía que esperar unos minutos para que el aire secara su cuerpo y comenzar de cero.
Sin darse apenas cuenta, se había alejado varios metros de la línea invisible  que la unía con su ropa, cuando con la mirada buscó el lugar, alguien se había sentado al lado. Se dirigió hacia allí despacio, disfrutando las caricias del sol y de la tarde, cuando llegó, una voz masculina le dijo casi en un susurro:
—Señorita, espero que no le importe que haya puesto mi toalla al lado. ¿El libro es suyo? —preguntó el hombre de mediana edad sonriendo con el libro en la mano.
A la nueva Laura no le importó ni la toalla ni el libro, al fin y al cabo, pensó que “el dardo nunca ignora su destino”.Luisa L. Cortiñas 
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