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Lunes.
Su alarma penetra en lo más profundo de su subconsciente, hace vibrar cada fibra de ese cuerpo inerte en medio de unas sábanas húmedas por las horas y horas de unos músculos en tensión. El sonido se dispersa por toda la habitación sin poderlo detener, sus ojos se aferran a las sombras mientras busca la vitalidad necesaria para levantar los párpados, estirar el brazo izquierdo y apagar el aullido de las siete de la mañana. Es lunes.
Con la mitad de la fuerza con la que consiguió mover los párpados levanta los brazos, abraza el aire que hay entre la cama y el techo y lo asfixia contra su pecho, percibe el frío de su pijama empapado siendo consciente de un nuevo amanecer.
En la mesa de noche, sus gafas de lectura, la lámpara digital que programa para que se apague a media noche, el libro de turno, su bolígrafo Montblanc y una copa de vino sin tallo. Esa no pierde el equilibrio y no acababa en el suelo cuando no consigue apoyarla correctamente en la mesilla.
Con el corazón aún desperdigado por la habitación rebotando de un lado a otro al igual que el sonido de la alarma, desdobla los brazos y apoya las palmas de las manos en el colchón, respira hasta conseguir que el aire frío le llegue hasta la punta de los dedos del pie, sonríe al imaginarse una bocanada de aire viajando a toda prisa entre la piel y los músculos. Suelta el aire y empuja su cuerpo con las manos hacia arriba en un intento de poner los pies contra el suelo. No lo consigue. Vuelve a intentarlo, tampoco.
Esta vez gira su cuerpo sobre sí mismo para resbalarse entre las sábanas. Sentada, siente en su pecho el soplo tenue de finales de octubre, su pelo desgreñado y el pijama a medio poner le recuerdan que la noche anterior se bebió la botella de vino blanco sin compartirla con los fantasmas de su habitación.
Abre la boca y siente su saliva amarga y la lengua pastosa. Si se levanta ya, podrá llegar a tiempo de ver cómo su vecina de abajo le da pan a las palomas, si tarda cinco minutos más, podrá ver a su vecino de enfrente haciendo el amor con su novia como cada lunes. Él se va los viernes y vuelve los domingos por la noche. Ella la ve llorando, la escucha gritar y pegar a las paredes con rabia pero también la escucha gemir de placer los lunes por la mañana.
Prefiere esperar cinco minutos más.
Pone sus manos sobre sus muslos y se imagina la sangre fluyendo debajo de su piel, cierra los ojos y aprieta sus dedos, se clava las uñas y siente cómo su corazón le palpita en la yema de los dedos.
Es hora de levantarse.