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Martes.
Se despierta antes del retumbar de la alarma. Hoy su corazón no saldrá despedido por su boca. Sus labios sellados y sus ojos abiertos le recuerdan que debe respirar, que debe absorber todo el aire que hay entre su cama y el techo, devorarlo con su nariz y hacerlo desaparecer, alivianarlo y quitarse los kilos que le impiden apoyar las palmas de sus manos contra el colchón y separar su espalda de la sábana. Respira. Respira. Respira. Sus pulmones huyen de su control. Se ahoga.
Suena la alarma. Arruga los ojos y los aprieta hasta que su oscuridad se vuelve blanca y con destellos. Mueve la mano guiada por su oído hasta encontrar la fuente de su desazón.
Las siete. Las siete de otro martes de otoño. Un otoño, ¿de qué año?, se pregunta. Sentada, plancha con las manos las mangas de su pijama; hoy está bien puesta, abrochada desde el primer botón hasta el último, se siente ligera después de haber consumido por la nariz todo el aire de su habitación. Mira un poco más abajo, abre los ojos y se dilatan sus pupilas: no tiene pantalón, está en el suelo, al lado de sus zapatillas de casa, una sobre otra sujetando una botella vacía como cuña para que no ruede por toda la habitación.
Enciende la televisión, el murmullo de las voces disuelven los estragos de su mente.
Se lava los dientes con la mirada fija en sí misma frente al espejo, analiza el contorno de sus cejas y se da cuenta de que el espacio entre ellas es demasiado pequeño. Arruga la nariz ante tal evidencia y frunce el ceño.
Se enjuaga la boca y con el agua se van los restos de alcohol de la noche anterior.