Revista Opinión
El primer homínido que decidió no abandonar a la intemperie a sus familiares fallecidos y darles sepultura bajo tierra quizá estuviera motivado por razones tan prosaicas o fácticas como la de mitigar el olor que deja el cadáver tras unos días de exposición al aire, o la sospecha de que éste resucite una vez muerto y acabe castigando a los que fueran sus enemigos en vida. De ahí que ya en los primeros enterramientos apareciera como elemento esencial la piedra funeraria, convertida siglos después en losa, sepulcro, nicho, panteón o mausoleo. La piedra certifica la irreversibilidad de la muerte, fría e implacable, a la vez que establece una férrea frontera entre el mundo tangible y la inefable esperanza del más allá. El primer rasgo identitario de la aptitud humana para trascender los márgenes de lo físico surge con la necesidad de enterrar a sus muertos, de no dejar que la naturaleza ejecute el proceso de descomposición sin antes oficiar un rito a modo de terapia emocional que despeje las incógnitas que genera en nosotros el hecho de ver morir a quienes queremos sin poder hacer nada por impedirlo.
La presencia de las religiones dentro de nuestra cultura no demuestran tanto la prueba de que exista o no Dios, o de que sea posible o tan solo una ilusión esperar tras la muerte un paraíso imaginable, cuanto la necesidad humana de dar sentido a la fatal realidad de nuestra finitud. Nada es para siempre; tarde o temprano, provocado por agentes naturales o defecto humano, nuestra vida finiquita, se extingue, quedando como estela de nuestro paso por el mundo el recuerdo que dejamos entre quienes nos conocieron. Cuando lloramos por la muerte de un ser querido, lloramos por nosotros, pidiendo cuentas a la necesidad, intuyendo que hay límites que nuestra voluntad no puede traspasar por mucho que lo deseemos. Nos duele que se nos arrebate lo que creemos merecer, aquello que nunca creímos perder; pero la muerte nos devuelve a la realidad, nos interroga sin más respuesta que un silencio segador. Tan solo nos queda expresar nuestro lamento, nuestra perplejidad, a través de cualquier medio que pueda mitigar esa incertidumbre.
La evocación anual de la muerte de Jesús de Nazaret en la religión católica oficia de meditación sobre nuestra propia muerte, transmutada en la figura sobrenatural de un ser -mitad humano, mitad divino- enviado por Dios para salvar a sus criaturas a través del sacrificio de su cuerpo. El sacrificio no es en vano, ya que el Hijo de Dios resucitará a los tres días, para asombro de los escépticos. El recuerdo de la muerte y la resurrección de Jesús connota la propia naturaleza humana, que debe necesariamente morir algún día y que, sin embargo, anhela que tal suceso no tenga lugar nunca. Los rituales religiosos poseen, a diferencia de los textos científicos, un lenguaje mitológico y una lectura simbólica, cargada de recursos poéticos y palabras abiertas a la libre interpretación. De esta forma, como sucede en cualquier proceso terapéutico, el sujeto -en este caso el creyente- no se siente constreñido por una lógica racional que limite su comprensión del mundo; así, se liberará, exorcizando el dolor y la perplejidad que le causa la experiencia de la muerte de sus seres queridos. Digamos que la religión viene a ser una especie de sofisticada terapia reparadora de nuestro dolor existencial. Pese a que los adultos ya hemos dejado atrás muchas de las incertidumbres que nos aturdían durante nuestra infancia, aún nos vemos sobrepasados por experiencias que exigen de nosotros reestructurar nuestro mapa emocional, sanando el duelo que provocan. Los adultos, pese a la experiencia que otorga la edad, aún necesitamos remitologizarnos, que se nos siga narrando cuentos, relatos de los que no esperamos una confirmación empírica que corrobore su verdad, sino tan solo ser atravesados por su potencial evocador, por su capacidad de liberarnos del peso de nuestros miedos y hacernos soñar despiertos.
Ramón Besonías Román