Revista Opinión
No es necesario ser creyente para reconocer la relevancia cultural, la impronta religiosa y el desarrollo económico que suponen la Semana Santa en España. Igualmente, pese al apoyo institucional, público y privado, que posee esta manifestación social, hay que reconocer que su supervivencia y creatividad se sustentan más bien en el calado popular que ha tenido desde siglos. No existe ninguna otra manifestación católica que, partiendo de la ciudadanía, posea igual o mayor raigambre.
La institución eclesial busca la coherencia teológica de los actos, cuidando que una misma fe alimente la diversidad de cofradías, la compleja estructura de roles que las vertebra y el sutil imaginario con el que se representa la muerte y resurrección de Jesús. Sin embargo, la libertad creativa de los cofrades vuela a sus anchas a la hora de captar la plasticidad de los hechos que intentan reproducir. Cada cofradía posee su singular enfoque de la Pasión, añadiendo detalles que la singularizan. No basta con el rito oficial que administra la institución eclesial. El creyente expresa con los códigos comunicativos que le son familiares su sentimiento religioso. De esta forma, se obtiene una riqueza expresiva y artística que trasciende todo intento de reducir la experiencia procesional a una sola lectura. Cada paso procesional es único.
La iconografía pascual no es tanto fuente de iconolatría -excesos haberlos, haylos-, cuanto un poderoso detonante audiovisual que potencia el fervor del creyente al contemplar durante la procesión detalles, gestos reveladores, huellas del momento primigenio en el que Dios manifestó su amor por sus criaturas, ofreciendo en prenda a su único Hijo, que resucitaría días después.
En esta recreación del dolor y de la superación de la muerte ningún detalle es nimio. El rictus en los rostros, la cadencia oscilante en los movimientos de los banceros, la sobria iluminación en las calles, el tono de las prendas, nada obedece al azar ni queda desposeído de su semántica. Cada detalle se pone al servicio del conjunto, ilustrando a los ojos del creyente la crudeza y su vez el misterio del momento. No es tan sólo una recreación teatral de un suceso, que también. El atrezzo calculado, el embalaje pictórico de los pasos, todo busca que el creyente se sienta testigo de aquel instante único, que se vea embriagado, dolido en empatía con María y Jesús, y al final resucitado por la experiencia.
Este carácter fenomenológico de la Pascua no llega tan sólo a los creyentes. Los pasos procesionales son también una manifestación artística y una experiencia para los sentidos, que sin poseer en el espectador casual una lectura y un sentir religiosos, sí suponen un happening sugerente, un torrente de sensaciones inexplicables, en ocasiones ambivalentes, que a nadie deja indiferente. Al igual que asistimos fascinados a la experiencia de entrar en una catedral, sin necesidad a priori de tener ninguna sensibilidad religiosa, ser espectadores de una procesión nos obliga igualmente a asistir a un acontecimiento que por unos instantes congela el espacio circundante. La ciudad deja de ser el lugar cotidiano de nuestros quehaceres diarios para convertirse en un camino iluminado que oscurece el resto de la calle. Como en una sala de cine, en la olvidamos durante la proyección que estamos sentados y rodeados de gente, la procesión nos subyuga sin necesidad de resistencia, embelesados por el preciosismo de cada detalle y la armonía inefable con la que se combina cada elemento dentro de la trama.
Las resistencias que muchos ciudadanos tienen a acercarse a las procesiones de Semana Santa con ojos nuevos, desprejuiciados, provienen a menudo de un carácter ideológico o social. Se rechazan inicialmente porque estamos convencidos de que sólo un creyente puede apreciarlas, porque su estética es arcaica y anticuada, porque representa a una España desfasada, clerical e intolerante, porque son cosa de viejos o beatas, etcétera. En cualquier caso, muy pocas críticas a estos actos tienen su origen en la experiencia y sí mucho en estereotipos y prejuicios aceptados sin mayor razonamiento que el rechazo tácito, de igual forma que aceptamos sin vergüenza, por ejemplo, que el Quijote es una gran novela sin haber leído nunca siquiera dos páginas.
Dejarse llevar, como lo hace un niño, ante cualquier experiencia estética, trae de seguro como recompensa sensaciones que quizá nos sorprenderían y ensancharían nuestro horizonte de significados, a la par que supone un generoso ejercicio de tolerancia.
Probar es el verbo preferido de cualquier buen comensal.
Ramón Besonías Román