Revista Cine
En demasiadas ocasiones uno ha visto cómo algunos supuestos iluminados tienen la desfachatez de presentar como originales verdaderas estupideces y cómo algunos bobalicones de buena fe con escaso rigor y exigencia ausente permanecen boquiabiertos con los ojos como platos ensalzando las imaginarias virtudes de un objeto artístico, simplemente porque han oído previamente exclamaciones laudatorias pronunciadas por sesudos entendidos en la materia que se hallan por encima del resto de los mortales, pertenecientes a un limbo estratosférico, inimaginable, un círculo elitista de conocimiento exclusivo.
Esto no es ninguna novedad y de hecho pertenece a la esencia misma de la humanidad, porque timadores espabilados los ha habido y los habrá siempre y para muestra un botón o mejor dos, pertenecientes ambos a la más pura tradición literaria española: el más antiguo, perteneciente al Libro de los ejemplos del Conde Lucanor, recopilación del Infante Don Juan Manuel del que se supone muchos habrán oído alguna mención escolar, que, en su ejemplo XXXII expone claramente la cuestión, como luego lo haría el ilustre Cervantes de una forma que se adecúa mucho más a la temática de este bloc de notas, refiriendo engaño semejante pero sucediendo el mismo en el mundo de la farándula, en su célebre entremés El Retablo de las Maravillas.
El origen de la idea expositiva se pierde en los tiempos y hay quien asegura que en textos árabes milenarios e indostanos se hallan referencias y de lo que no hay duda es que ha sido fuente de inspiración también para Andersen en su no menos conocido cuento El traje nuevo del Emperador, lo cual demuestra que la inspiración es un motor importante para la creación y que cuando en la recreación hay talento, no hablamos nunca de plagio y sí de fuente de inspiración.
Esto lo tengo muy claro desde una tarde de verano, hace ya bastantes años, cuando leyendo un cuento en una antología de novela corta clásica, me topé con la historia de los amantes de Verona, con el mismo esquema que, años más tarde, dramatizó Shakespeare de forma ejemplar; a nadie se le ocurriría tachar al Bardo como plagiario y todos nosotros, cinéfilos al fin y al cabo, sabemos que Romeo y Julieta ha sido versionada en diversas películas, algunas tan libérrimas en su concepción que llegan al punto de trasladar el encono de Montescos y Capuletos a los barrios neoyorquinos del siglo pasado como lo hizo West Side Story, que no tan sólo asombra por su atrevimiento al cambiar la época sino que además reconvierte el drama romántico en película musical dotada de excelentes bailes y canciones, una película inolvidable.
Así pues, cuando uno se enfrenta a una versión de un original literario debe intentar hacerlo con la mente abierta confiando en el talento de quien va a procurar una nueva experiencia: en este bloc hemos comentado en alguna que otra ocasión reinterpretaciones de clásicos literarios, bien sean de novelas o piezas teatrales, y debemos aceptar que algunas de ellas han sido bastante atrevidas al trasladar acción y personajes a un tiempo y espacio muy distinto del pensado y escrito por el autor, pero normalmente el texto ha sido respetado y con ese respeto se ha guardado también la construcción identitaria de los prototipos creados hace años en letra impresa por célebres autores, consiguiendo que el espectador identifique y empatice rápidamente con sus héroes ficticios que, construidos a golpe de lectura e imaginación en el interior de cada cual, se erigen en nexo de unión insustituible entre espectador y pantalla.
Ese respeto por el original tan sensato y útil a la vez para poder conducir el ánimo del espectador hacia nuevas versiones, se halla ausente totalmente en el británico Guy Ritchie que estrenó a finales del año pasado un producto denominado Sherlock Holmes que se pudo visionar en los cines y que por causas imputables únicamente a las distribuidoras, pese a estar anunciado en "mi cine" durante semanas, al fin he visto en dvd de alquiler pues ya su exhibición comercial normal parece haber finiquitado, cine de consumo con fecha de caducidad cada vez más corta.
Así que, como ya advertí en su momento, aquí estoy para dar cuenta de la experiencia.
Vaya por delante que esta ha sido la primera película que he visto del afamado Guy al que tan sólo conocía de su aventura matrimonial con Madonna, con lo que ningún prejuicio ni en favor ni en contra me ha podido influir, salvo una diferencia enorme entre el británico y este aficionado cinéfago: a mí siempre me ha gustado leer y estudiar y además habré leído todas las aventuras de Sherlock Holmes unas cuatro veces, aunque es cierto que ya hace tiempo: y desconozco absoluta y totalmente esas cintas de cassete relatando historias de Sherlock en las que al parecer y según propia confesión se basó Mr. Ritchie para tener ideas firmes respecto al personaje creado por Arthur Conan Doyle hace ya tanto tiempo, cuyas hazañas al parecer todos menos Ritchie hemos leído, construyendo cada cual es su mente una configuración del personaje, pero siempre manteniendo sus virtudes y defectos característicos.
En alguna parte he leído algún comentario que asegura que Ritchie se basa en un tebeo que alguien hizo sobre Sherlock Holmes; esa afirmación, que no he podido corroborar, en mi opinión no tan solo no sirve para excusar la gran pifia obtenida sino que acrecienta la responsabilidad de Mr. Ritchie que manteniendo una actitud de insultante ignorancia pretende haber realizado una adaptación moderna del arquetipo creado por Conan Doyle.
No estaría tan sorprendido de la enorme zafiedad e ineptitud del guión si hubiera tenido la precaución de comprobar quiénes son los autores de semejante fechoría: sólo saber que Simon Kinberg está entre ellos y da la sensación de ser el autor de los "últimos retoques", sabiendo que es el ideólogo de cosas como Jumper, su anterior trabajo, ya es toda una declaración de principios: nada puede ir bien con estos antecedentes.
No es que no vaya bien: de hecho, va de mal en peor.
Ritchie y compañía demuestran un desconocimiento total de lo que representa Sherlock Holmes en el imaginario colectivo al tiempo que hacen patente su ignorancia y escasa preparación cultural para afrontar con una mínimas garantías de calidad una reinterpretación que nadie ha pedido ni solicitado.
Titular una película con el nombre de Sherlock Holmes, individuo que desde hace años persiste como icono del detective sagaz que basa sus éxitos en su inteligencia y enormes dotes de observación, es efectuar una llamada a los millones de seguidores que el personaje tiene en el mundo; presentar luego un personaje que poco o nada tiene a ver con el arquetipo, es cometer un engaño, una falsedad, aprovechando la fama para intentar pasar moneda falsa, piezas de latón -ni siquiera cobre- por doblones de oro. Y para dicho engaño no hay excusa posible, pues nadie ha obligado al inculto y escasamente preparado -según sus propias declaraciones- Mr. Ritchie a titular su bodrio con el nombre del famoso detective, aprovechando que su autor lleva años fuera de combate y nada puede objetar ni reclamar.
Pero para ese trabajo, el de protestar por la afrenta, están tipos como yo mismo, aunque llegue tarde, pero muy pronto para la secuela que están montando esos espabilados que se forran gracias a que venden muy bien un paño inexistente y han logrado que algunos vean bien sus muñequitos falsarios.
Porque ese Sherlock Holmes que nos presenta Ritchie adolece de serios defectos de todo tipo y condición: de entrada me quedo sorprendido por la inane condición del estilo cinematográfico de Ritchie, de quien he leído alabanzas por sus obras anteriores que, como he dicho, no he visto y me parece que no veré: la forma de filmar es caótica, al estilo de los video clips que han llevado a Ritchie a la fama: mucho efecto digital, como si filmar consistiera únicamente en dominar los trucos de la consola de edición; a Ritchie le pasa lo que a muchos que se las dan de buenos fotógrafos cuando lo único que saben es usar muy bien el editor de fotografía, como el que ha retocado el póster de la película, quitando unos cuantos añitos a ambos coprotagonistas, que vergüenza debería darles a esos dos de participar en productos de esta entidad.
Ritchie se ufana en presentar movimientos vertiginosos y planificaciones sincopadas, así como presentar escenas violentas reiteradas y con todo lujo de detalles mientras juega con su moviola y acelera o ralentiza digitalmente lo que mal rueda, porque ni él sabe planificar ni su fotógrafo sabe encuadrar y menos aun iluminar con un poco de gracia las escenas, recreando un ambiente opresivo y cansino por lo reiterado, oscuro y sucio.
Claro que eso pertenece al (mal) gusto del director y en ello lleva la razón pues es libre de presentar el ambiente como le plazca, siendo como es accesorio: importante, pero accesorio.
Lo que ya no es tan accesorio es el respeto que se le debe al autor que durante una serie de relatos ha perfilado una personalidad reconocible, lográndolo con tesón, trabajo y talento. Tres virtudes que a buen seguro Ritchie no tiene, porque nos presenta un Sherlock Holmes irreconocible, falto de todas sus virtudes e incluso sus defectos, y provisto de unas características que nada tienen que ver con el personaje.
Esto lo entiendo sin ambages como una falsedad, un engaño que se perpetra no contra tipos como yo que se han leído los relatos de Conan Doyle y están de vuelta ante intelectualoides de nuevo cuño como Ritchie, sino contra espectadores que todavía no han tenido la oportunidad o la ocasión de leer ninguna de las aventuras de Sherlock Holmes y se harán del personaje una idea que, probablemente, les apartará de la apetencia de la lectura.
Sépase pues que Ritchie engaña al espectador desprevenido y le presenta a un tipo al que llama Sherlock Holmes cuando quizás lo más oportuno sería llamarle Guy Ritchie, dando la cara con valentía en vez de parapetarse tras la fama del personaje creado por Arthur Conan Doyle.
Ese Sherlock presentado por Ritchie es un tipo harapiento y descuidado en su aspecto externo, sucio y maloliente, detalles que indican claramente una débil autoestima.
Además, es lo bastante estúpido para recibir trompazos a diestro y siniestro sucumbiendo siempre a los trucos y martingalas que le presenta su enamorada Irene Adler que también queda minimizada a la altura de una casquivana carterista preso su intelecto de sus sentimientos, una pareja disminuida respecto a la original en muchos grados.
Pero lo más grave, en mi opinión, es que Ritchie presenta al gran Sherlock Holmes como un adalid de la violencia, tergiversando profundamente la identidad del personaje y convirtiéndolo en un individuo que alberga una maldad inaudita: en dos ocasiones el basto Ritchie se recrea con su moviolita digital presentando con todo lujo de detalles los golpes que Sherlock propina a dos individuos mientras oímos su voz en off en la que calcula fríamente dónde y cómo dará los golpes y sus consecuencias, decidiendo sádicamente aplicar más castigo del necesario para solventar una situación de riesgo físico.
De entrada, el verdadero Holmes casi nunca debe enfrentarse físicamente a nadie porque su ventaja está en sus habilidades mentales y no precisa la acción física: cuando es necesario, sus acciones son rápidas, breves y económicamente contundentes y siempre excepcionales.
El Sherlock de Ritchie se recrea en la pelea al punto que la busca como mero entretenimiento y aun así, de solaz, causa más daño del necesario a su contrincante: es un bestia sin entrañas ni corazón, y con un sentido nulo de lo que es justo y necesario. Tal vez la sociedad en la que vivimos sea proclive a aceptar como héroe a un tipo así, que no lo creo, porque me produce náuseas: en cualquier otra película uno ve acciones semejantes e incluso peores, pero los personajes nunca se mueven con la misma sangre fría y la pasión les puede: este Sherlock es frío como un témpano y piensa mucho antes de atacar: se regodea y disfruta de antemano con el dolor que producirá.
Las facultades deductivas de Sherlock brillan en este caso por su ausencia porque, claro, tratándose de una historia inventada por esos ¿guionistas? pretender que la trama sea inteligente es pedir demasiado y por lo tanto, ya que el malo de la función es un timador de medio pelo que basa su estrategia en sobornar a todos para hacerse pasar por muerto y resucitado (vaya truco más bueno, Kinberg) para conseguir hacerse con el gobierno de la Gran Bretaña ¡y recuperar las "antiguas posesiones al otro lado del Atlántico" ! (¡¡Cielos, pretende apoderarse de los U.S.A.: que mieeedoooo !!) cualquiera con dos pies en el suelo se da cuenta de la endeblez y estupidez supina de la trama y evidentemente si el malo es flojito, a santo de qué va a lucirse el protagonista con su superior intelecto: lo guardan en una sombrerera en guardarropía, porque en la sombra permanece el célebre Moriarty que saldrá, si no hay justicia en el mundo (que no la hay, vamos) en sus pantallas dentro de un añito más o menos, porque toda esta troupe de engañabobos pretende seguir con el chollete visto que la mayoría de sus espectadores nunca ha leído a Conan Doyle y lo que es peor, nunca lo leerá, al paso que vamos.
Pero a mí, amigas y amigos, el tal Ritchie ya no me la da más con queso: directo a la lista negra de timadores que se hacen pasar por gentes de buen cine cuando en realidad son vendedores de humo: por mucho que sean cientos los papanatas que les aclamen y les rían las gracias, siempre aparece el quisquilloso que les saca las vergüenzas al aire: es lo que tiene sembrar vientos, que uno recoge tempestades.