Imaginemos al joven médico de 28 años (nació el 18 de Julio de 1818 en Budapest) entrando aquella mañana en el Allgemeines KrankenHaus, el Gran Hospital General de Viena. Retengamos la fecha: el 27 de Febrero de 1846. No hace demasiado tiempo, casi podemos tocarlo con los dedos de cuatro generaciones. Muchos de los edificios que actualmente nos fascinan de esa ciudad, tan exquisitamente luminosa por fuera como, en ocasiones, inquietantemente turbia por dentro, ya eran así de impresionantes hace 146 años. Los palacios estaban construidos, las casas que expresaban el fulgor de la burguesía también y por sus calles transitaban o estaban a punto de hacerlo gente como Gustav Klimt, Sigmund Freud o Johann Strauss. Había cafés, universidades, abogados, fábricas, fotografías, tiendas de ropa, trenes. El hospital era también un edificio impresionante, de aspecto cuartelario, construido alrededor de un patio cuadrangular como solía hacerse entonces. Es fácil imaginar sus techos altísimos; el eco de los pasos en los pasillos interminables y muy fríos en invierno; las salas inmensas y, a menudo lóbregas, llenas de camas metálicas; los quejidos frecuentes, a veces escalados a gritos, y sobre todo el olor. En aquel tiempo el olor fétido de la pus y las deyecciones junto a la ausencia de agua corriente, debía producir un estado de ánimo inmediato, una mezcla de asco y miedo, una señal de muerte, que no debía ser fácil atravesar para acercarse a los enfermos, siempre pobres, que poblaban entonces los hospitales.
Pero Ignaz Phillipp Semmelweis a pesar de su juventud era ya un médico con cierta experiencia aunque este era su primer trabajo y probablemente sospechaba lo que allí se iba a encontrar. Había sido un alumno destacado de Carl von Rokitanski, uno de los fundadores de la anatomía patológica (al que viéndolo actuar en una autopsia lo fascinó y le hizo cambiar las leyes, que había venido a estudiar a Viena, por la medicina) y de Josef Skoda un gran clínico que aportó avances significativos en la exploración y el diagnóstico médico. Dos maestros importantes en esta historia. Skoda, que siempre trataría de comprenderlo y protegerlo, iba a emplearlo en su clínica pero la plaza se cubrió con otro médico de más edad y le buscó un primer trabajo en el Allgemeines KrankenHaus, en la clínica de obstetricia. Según testimonios de gente que lo conoció en ese momento, Semmelweis era un joven alegre, dado a las fiestas, no demasiado introspectivo y nada hacía pensar que fuera a convertirse en el investigador pertinaz y atribulado que luego fue.
“Al sol y a la muerte no se los puede mirar fijamente” decía La Rochefoucauld, por eso hay actividades de las que no es fácil salir indemnes, sobre todo si se posee un temperamento vulnerable o si se es sensible al sufrimiento humano. Y trabajar en “la primera” clínica de obstetricia de aquel hospital (así se la conocía popularmente), dirigida por el profesor Klein, era una de ellas. Imaginemos su desesperación, tras las primeras semanas, al ver morir a decenas de mujeres jóvenes en medio de terribles dolores y la indiferencia o, incluso, la hostilidad de la mayoría de sus cuidadores (“La falta de respeto que los trabajadores mostraban al personal de la primera clínica me hacía sentir tan desdichado que la vida parecía carecer de valor por momentos. Todo era dudoso, todo parecía inexplicable, todo era incierto, la única realidad incuestionable era el gran número de muertes”). Imaginemos que quizá había hablado con ellas horas antes, que conocía algunos de sus nombres o alguna confidencia, que las había explorado, que quizá había tratado de animarlas o darles esperanzas frente a los oscuros presagios que ellas mismas ya traían. Porque, como pronto descubrió, a “la primera” clínica, en la que practicaban los estudiantes de medicina, no quería ir ninguna mujer a parir. Preferían hacerlo en la calle esperando hasta que se abriera “la segunda” clínica, dirigida por el profesor Bartch, según la rotación establecida cada 24 horas, salvo los fines de semana en la que las mujeres ingresaban en “la primera” durante 48 horas. Todas las mujeres de Viena sabían que en “la primera” era mucho más fácil morir y trataban de evitarlo por todos los medios. Preferían ir a la “segunda” clínica, donde solo atendían las matronas y percibían que la mortalidad era más baja.
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