Cuando la publicidad no está limitada a ser comunicación persuasiva, sino que nace con la vocación de crear productos nuevos, se convierte en algo más noble y en definitiva en un fin en sí. Algo así como una suerte de arte capaz de engranar palabras, relatos que resultan mucho más valiosos para el consumidor.
Hace unos días veíamos la iniciativa que recogieron varios periódicos de tirada nacional, que recuperaba palabras olvidadas, de extraordinaria belleza: el proyecto se llamaba la Tienda de las Palabras Olvidadas. Y es que basta hacer números. El castellano cuenta con unas 94000 palabras, de las que únicamente usamos 2000. Es así como una agencia como Proximity, permite compartir palabras por el módico precio de compartirlas en redes sociales. Amalgama, potosí, rimbombante y muchos vocablos más vuelven a nuestras memorias.
Con un pretexto similar en Brasil, también surge una iniciativa de homenajear al libro en plena revolución feroz digital. La manera de hacer que esto suceda es extremadamente simple: convertir los libros en tickets de metro, con capítulos con extensión calculada en función de la distancia a recorrer.
Es en estas ocasiones en las que la publicidad pone en valor la palabra, su avituallamiento diario, su razón de ser y la pieza fundamental que pone en marcha el motor de los relatos, que tanto nos gustan en esta profesión (¿sí o no?).
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