Revista Cultura y Ocio

Señor en mi barrio, un poema de El bar de Lee

Publicado el 07 noviembre 2013 por David Pérez Vega @DavidPerezVeg

Señor en mi barrio, un poema de El bar de Lee Cuando he publicado mis libros de poesía he tenido que lidiar con esta paradoja: la mayoría de personas que conozco no son lectores de poesía. Casi cualquier persona en algún momento ha leído una novela, pero son realmente pocos los que han leído por gusto un libro de poesía. Para las personas que conozco, escribir y publicar una novela es un gran logro, y se muestran dispuestas (con entusiasmo, incluso) a leer esa novela. Con los libros de poesía mis familiares, amigos y compañeros de trabajo, en muchos casos se sienten dispuestos a apoyarme y comprar el libro, pero no estoy tan seguro de que después estén dispuestos a leerlo. Y a mí me da vergüenza preguntarles, porque si no les apetece leerlo me parece una situación incómoda. Puede parecer que yo quiero presionarles para que lo lean. Pero por otro lado, al no preguntar nada puede parecer que me da igual que esa persona que compró mi libro lo lea o no. Normalmente espero a que ellos me digan algo sobre mi libro y yo sólo les pregunto entonces qué parte les gustó más o cosas así.
Hace unas semanas, me sorprendió uno de los compañeros y amigo del colegio donde trabajo, cuando me comentó (tras más de un mes de empezado el curso) que había leído El bar de Lee en verano y que el poema que más le había gustado y llamado la atención era uno titulado Señor en mi barrio.
Señor en mi barrio es un poema que a mí mismo me resulta un tanto incómodo. Como se apunta en él (en un giro a lo Borges) pensé en dejarlo sin terminar, y al terminarlo pensé también en dejarlo fuera del libro. Al final sí que quedó dentro. Lo reproduzco aquí:
SEÑOR EN MI BARRIO
Trata de abrir la puerta por sí solo, decidido con el costado empuja. Al verle,  la camarera –rumana, quizás polaca- le indica al dueño que le eche una mano. Se acomoda en la barra, cerca de donde en un libro me sumerjo acodado. Él también pide café con leche. Siento curiosidad, furtivo observo. La camarera le echa el azúcar, lo agita, extrae la cuchara y pone en el vaso oscuro una pajita -parsimonia de rito repetido, asimilado-. Después, él inclina la chaqueta y la chica toma un billete de cinco euros del bolsillo, la propina es generosa. Se despide como un señor, con gesto sonriente, firmes palabras desde un rostro seguro, agradable bajo un tupé rubio de los años 50.
Sin embargo, otro día me crucé con él en una céntrica calle de Madrid, despojado de su cuidada chaqueta, gastando una camisa sin mangas, mostraba a los viandantes la ausencia de sus brazos a la altura del hombro. De rodillas, tras un cestillo, lastimero, imploraba.
Quería olvidar el borrador, evitar esta historia que me provoca cierto reparo púdico, pero hay algo encerrado en ella o en este hombre, señor en mi barrio, que me llama, que se golpea contra las paredes de mi cabeza buscando la salida, que se demora en el poderoso contraste entre esas imágenes y exige un sentido, el remanso de una explicación.
Decidí sentarme a trabajar sobre el papel, a dar forma a las palabras amontonadas, sólo después de creer que había alcanzado un final satisfactorio, una conclusión que sirviera como cierre. Aquí la trascribo:
Puede que la clave del vigoroso interés se encuentre en el hecho de que a mí, como parece ocurrirle a este hombre, también me gustaría poder distinguir con nitidez diáfana todos los momentos en los que la vida me va a permitir ser un señor de los que, sin remedio, me va a obligar a ser un mendigo.
Pero tras centrarme en dar forma a otros poemas éste me sigue reteniendo, sé que algo en él -o en mí- no funciona, y me llama de nuevo, me hace ver que ese final sólo es satisfactorio como construcción ficticia, como lógica de palabras, pero no me exorciza de la historia que contiene y me agrede con su insuficiencia.    Lo dejaré aquí, sin embargo, como testigo, como aviso para navegantes ante la autocomplaciencia de las palabras, como un renovado fracaso.

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