Es impepinable.
Por eso quiero contarlo.
Como ya les decía hace un par de semanas, me mudo. Y hay una cosa que no echaré en absoluto de menos: al Señor Joder.
Se trata de un vecino que, incansablemente, cada vez que atraviesa el quicio de su puerta, dejándola bien colocada en su marco cada vez que accede a su vivienda (dando un portazo de la leche, vamos), grita a todo pulmón la bella y rica palabra española “Joder”. La grita. La escupe. La regala cargada de rabia. Más de una vez he pegado un salto del sillón, o incluso me ha despertado, porque el buen señor no sabe de horas ni de respeto a los vecinos. “¡Joder!”, grita, no una, sino varias veces seguidas, el caballero. Se desgañita.
No sé si pueden imaginarse lo fuera de lugar que está encontrarse con este señor en el ascensor y que te mire sonriendo con cara de bobalicón, haciéndose el tonto, diciendo que nunca te ha visto en el edificio y que en qué plata te bajas (me lo ha dicho unas cinco veces en cinco años, a una por año). Se hace el sorprendido cuando le digo que yo tampoco lo he visto (miento como una bellaca) pero que, casualmente, me bajo en la misma planta y, ¡qué casualidad! somos vecinos.
Pero ha llegado la hora de separarnos…
Esta vez, aunque el destino me depare extraños vecinos, no escucharé al Señor Joder cada vez que llega a su casa gritar voz en pecho la más rica palabra española con la que cuenta nuestro diccionario. Aunque, ahora que lo pienso, ¿y si se refería a la hermosa ciudad de Nebraska?
Nooooo… que esa se pronuncia “yoder”.
Hale, hasta más ver, Señor Joder.