1 del mediodía. No deberías estar tan tranquila tomando mate y rascándole la panza a Ernesto con todo lo que te falta por hacer. «Tengo tiempo de sobra», piensas. «Te voy a extrañar», le dices a tu gatito mientras él ronronea despatarrado.
7 de la tarde. Un poco alterada sí que estás, no vas a mentir, dado que en media hora como mucho tienes que estar saliendo y todavía no has cerrado la valija/maleta, con lo cual todavía no la has pesado, por lo que no sabes si llevas los 23 kg permitidos o muchos más (que es lo más probable), y en caso de que pese más tendrás que rehacer la maleta.
8 de la noche. Ya no estás alterada, lo que estás es palpitada, o lo que es lo mismo: tienes un ritmo cardíaco mucho más alto que el que te recomendó el cardiólogo. Cuando conseguiste meter todo y cerrar la valija, sentándote sobre ella, al pesarla se excedía en 4 kg. Por 1 kilo puede que no te digan nada, pero 4 ya son un sobrepeso considerable y te lo van a hacer pagar. Cada kilo de más cuesta 60 euros; no necesitas que una calculadora te asista para saber qué suma no estás dispuesta a abonar.
Casi 8 y media. Has sacado cosas de cualquier modo de tu valija, sin pensar, prefieres que te falte ropa o calzado y no perder un vuelo transatlántico que has comprado hace meses. Riegas las plantas, buscas el pasaporte, te despides rápido de Ernesto, te pones el abrigo, la mochila de mano, cuelgas de uno de tus hombros a tu cámara de fotos, agarras la valija/maleta y sales.
9 y 43 de la noche. Llegas al aeropuerto de Madrid, a la terminal 4. Te pones en la cola para hacer el check-in. La cola es laaaaaarga, laaaaaaaaaarguíííííísiiiiiiiiiima; por algo las compañías aéreas para estos vuelos piden que llegues tres horas antes. Maldices por no haber llegado más temprano. «Es la última vez que me pasa», te prometes, pero sabes que te mientes.
22 horas y 57 minutos. Llega tu turno. La azafata que te atiende te da las buenas noches, te pide el pasaporte, lo mira y sin levantar los ojos del mismo y como si nada te dice: «hay overbooking». Escuchaste esa palabra infinidad de veces, incluso conoces su significado en español: sobreventa; pero te das cuenta de que no sabes realmente qué te está queriendo decir la azafata con ella. «¿Qué significa?», le preguntas mientras notas que tu boca se seca. «Significa que hay más pasajeros que asientos disponibles», te dice muy seria. Hace dos años que no visitas Buenos Aires, compraste ese vuelo con mucha ilusión hace cuatro meses y no quieres ni puedes comprender que el asiento que te esperaba ya no esté esperándote. «No va a poder volar hoy doña Letzy», te dice la azafata, así, sin más. Entonces sientes el despertar de la señorita Hulk que vive en tu interior. Tu furia aumenta al pensar que tus amigos y familiares estarán esperándote y no te encontrarán en el aeropuerto de Ezeiza a la hora convenida, aumenta al pensar que tienes derecho a volar esa noche, aumenta al pensar que tú no tienes la culpa de que ellos hayan vendido más asientos de los que tenían. Y mientras aumenta tu furia, aumenta tu fuerza. Falta muy poco para que te pongas verde y lo sabes. «La compañía lo siente mucho doña Letzy, el primer vuelo que le puedo ofrecer es mañana a las doce del mediodía». Tus fuerzas alcanzan grados insospechados. «¡Yo no quiero volar mañana!, quiero volar hoy a las doce de la noche como figura en mi ticket», le dices haciendo acopio de toda tu fuerza de voluntad para no convertir en papel picado las tarjetas que sobre el mostrador la guapa azafata tiene. «No va a poder ser», te dice y tu piel pasa del crema al verde clarito, al verde amarillento, al verde amarronado. «¡Quiero hablar con su superior!», gritas. Verde agua, verde manzana, verde country, verde clorofila.
11 de la noche y 24 minutos. Viene la jefa. «Lo sentimos doña Letzy, es que se han presentado todos los pasajeros y no queda ni un solo sitio libre». Verde oliva, verde lima, verde veronés, verde jungla. «¡Quiero volar hoy!», dices en un elevado tono de voz; y tu furia in crescendo, y tu fuerza in aumento, y tu piel verde esmeralda, verde jade, verde musgo, verde pistacho. «Al tratarse de un caso de overbooking la compañía le provee el alojamiento para esta noche y le paga una indemnización». Tú, que eres argentina y desconfiada, lo primero que piensas es que te están mintiendo, lo único que quieren es que no les montes un escándalo. Verde menta, verde inglés, verde kiwi, verde acelga.
23:34. No puedes creer lo que te acaban de decir, tienes miedo de que te lo repitan y que no sea verdad. «¿Me escuchó doña Letzy?», te pregunta la jefa. «¿Le hago el vale para que vaya a cobrar entonces? Si quiere puede despachar la maleta ahora así no la tiene que llevar al hotel y mañana la enviamos en su vuelo». Ni una palabra sale de tu boca, con la cabeza asientes. El verdor se fue de tu rostro, no more furia. Una tímida alegría empieza a pasearse por tus venas. «Ponga la maleta en la balanza por favor». Ves en letras rojas aparecer 24,5 kg en la pantallita. «No pasa nada», te dice la jefa como si hubiera leído tu preocupación por tener que pagar ese kilo y medio de más. «Esta es la tarjeta de embarque para el vuelo de mañana, con ella va directamente al control de seguridad, atrás le pego el comprobante de su maleta. Aquí está el recibo que tiene que presentar en la caja. Este papel es para el hotel y estos dos son los vales de comida, uno para la cena y otro para el desayuno. La furgoneta que la lleva al hotel pasa por la puerta, y mañana la trae desde el hotel hasta aquí otra vez».
Alrededor de las 12 de la noche. Todavía sin creerlo te presentas en la caja, sitio que se encuentra muy cercano al mostrador del check-in. Extiendes el recibo que te dieron, te piden que firmes. «100, 200, 300, 400, 500 y 600», cuenta en voz alta el empleado y te da seis billetes que huelen a nuevo, todos de un verde tan intenso como lo fue tu piel hace un rato, de la cual ya ni te acuerdas. Guardas el dinero, sales a la puerta y al poco tiempo llega la furgoneta. En tan solo cinco minutos te deja en la entrada de un hotel cinco estrellas. Mientras esperas que te atiendan tienes miedo de que alguien te despierte y todo haya sido un sueño. Con 600 euros en mano por tener que esperar doce horas en un hotel de lujo para nada te importa no llegar en el horario previsto a tu Buenos Aires querido. «Habitación 404, cuarta planta», te dice el recepcionista luego de tomarte los datos.
00 horas, 13 minutos, 40 segundos. Entras en la habitación. Más que una noche te gustaría quedarte a vivir en ella, es espectacular, se nota que no estás acostumbrada a alojarte en hoteles de esa clase porque todo te sorprende. En Buenos Aires son cuatro horas menos, o sea que son las siete y pico. Tu madre estará en su casa, así que la llamas para contarle lo sucedido y decirle que en vez de llegar al aeropuerto a las nueve de la mañana, llegarás a las nueve de la noche.
12 y 26 post merídiem. Entras en el comedor del hotel. Le entregas el vale al camarero quien te explica que es buffet autoservicio y te pregunta qué quieres beber. «Una copa de vino tinto y agua por favor», le dices con una amplia sonrisa. Nunca viste un buffet tan completo, son tres mesas enormes llenas de panes blancos, integrales, con semillas, cuadrados, redondos, alargados; pastas rellenas y sin rellenar; olivas de todos los colores y tamaños; verduras para ensaladas cortadas en las más diversas formas; huevos revueltos, fritos, duros; quesos con y sin agujeros, en lonchas, en taquitos, blancos, amarillos, cremosos; pescados fritos, hervidos, a la plancha; platos internacionales y típicos nacionales; tortillas francesas, de patatas, de verduras; carnes rellenas, asadas, en salsa; flanes de chocolate, de caramelo, de huevo; helados, natillas, macedonia; frutas frescas, secas y caramelizadas.
00:29 horas. Junto a tu feliz estómago subes a tu habitación. Te lavas los dientes, buscas en tu mochila de mano el libro de Hermann Hesse que estás leyendo, acomodas los almohadones y te metes en la mullida cama. «Me gusta el overbooking», le comentas a la señorita Hulk que habita en tu interior. «Y a mí», te dice ella, «creo que deberíamos llegar siempre tarde al aeropuerto».