Mi bebé gigante ha sido siempre bastante torpecillo. El tema psicomotricidad no lo ha llevado demasiado bien desde que nació. En eso se parece a mí. Entre que físicamente es más alto y grande que los demás niños de su edad y que se mueve como un patito mareado, pues parece que no avanza el pobre. Yo nunca, por supuesto, le he afeado ni ridiculizado esa falta de agilidad. Cada niño lleva su ritmo y mientras no tenga un problema más profundo, que en principio no tiene, pues, como dicen los italianos, piano piano.
Hace unos días en el parque hizo uno de esos pequeños-grandes-pasitos. Se acercó a un columpio, dio un saltito, ¿mamá, me ayudas? Y ¡Olé! Se subió y empezó a columpiarse. Supongo que fue también gracias a que vio a su hermana subida en el columpio de al lado, esos de silla para bebés, bamboleándose tan feliz.
Con una sonrisa de satisfacción por haber superado un reto más en su vida, mi bebé gigante empezó a estirar y encoger las piernas cada vez con más ritmo. Entonces me vi a mí misma de pequeña. Recordé aquella maravillosa sensación de libertad que produce el vaivén de ese bonito artilugio; el aire en la cara, verlo todo en movimiento, desde arriba, te sentías grande, importante.
¿Cuántos de nosotros no soñamos con subirnos alguna vez al columpio de Heidi?