Revista Viajes
Escandaloso Madrid.Sólo su ruido echaba de menos, nunca está tranquilo, siempre ríe.Camino por las calles del Madrid antiguo, del de los Austrias, dejándome llevar como si una fuerza imantada tirara de mí. Podría recorrerlo con los ojos cerrados pero esta vez me he propuesto borrar de mi mirada los esquemas que he construido durante tantos años de vivirlo intensamente. Hoy empiezo de cero. Adopto la pose del flâneur de Baudelaire: aquel que se deja perder por las calles sin rumbo y sin destino, vestido solamente de curiosidad y sintiendo la brisa de la ciudad acariciarle. Porque Madrid no será nunca para mí ni la total conocida, ni la total desconocida. Solo será.Voy a la deriva por la calle Huertas. En sus costados nacen los nombres de los grandes artistas de España: Quevedo, Lope de Vega, Moratín, Cervantes. En una esquina veo mi antigua Escuela de escritura y me parece que eso hemos sido siempre este pedacito de Madrid y yo, amantes literarios, porque de una forma u otra los escenarios de mis sueños en papel siempre tenían el pavimento gris lleno de citas de Jacinto Benavente y balcones enrejados y pequeñísimas galerías y cafés con jazz en vivo. Solía tomar café en el bar que hay justo enfrente de la escuela y uno de esos martes el dueño se me acercó:¿Escribes?, me dijo. Sonreí.Yo también. ¿Cómo te llamas?, me preguntó con acento sureño.Marina¡Marina! Tengo una poesía para ti. Y sacó un papel entre los cientos que poblaban una de las mesitas, la más alejada del gran ventanal tintado con letras de café.Se sentó a mi lado y me recitó el poema. Me contó que lo había escrito para una mujer que se parecía mucho a mí. Olvidé ese dato pronto y me creí que era para mí solo, lo disfruté con conciencia de estar apropiándome de algo que no era mío, pero la tentación, ya sabéis, siempre gana.Entre recuerdos veo lo cambiante que puede llegar a ser Madrid: un instante es castizo, el Madrid que construyó Carlos III hará mil siglos, y al siguiente empiezan a proliferar pequeños altares al sushi, tiendas de colores, letreros de diseño. Huertas se pone de moda muy poquito a poco, como si tuviera miedo de convertirse en la nueva Malasaña, que de tan invadida ha perdido todo su encanto de revolución y noches sin dormir. Tras los cristales veo a la gente que puebla el barrio. Algunos leen, como hacía yo cuando solo era una más, pero hoy no llevo libros ni ganas de parar y mis pies vuelan por mí de calle en calle. Es el tiempo de los cerezos y las calles huelen a torrijas y a la lluvia de primavera, siempre invariable, y me puede la idea de que estoy volviendo a releer un libro mil veces ya leído en el que lo días están escritos de antemano- del primero al último-.Sin querer, cruzo la calle Atocha y Madrid cambia de look: se viste de colores, de los colores de las razas y los aromas del mundo. Lavapiés es un trocito de ese no-lugar o lugar-de-todos que casi todas las grandes urbes tienen, un pequeño pueblo senegalés junto a uno vietnamita, junto a uno colombiano, junto a uno… Y así hasta el infinito. En el sube y baja de las calles me encuentro con las caras amables de sus habitantes y pienso: parecen felices. No han abandonado sus costumbres y todavía se reúnen en las plazas a charlar en grupos por colores, por lenguas, o por intimidades quizá, de esas que nunca llegaremos a saber. Las tiendas son espacios mal iluminados y contrastan con la lucidez de las nuevas cafeterías-librerías: La infinito, La Libre, el Café Kino, La Marabunta. Y el grandioso Cine Doré. Pero yo termino en Casa Granada, como siempre, la terraza en el ático desde donde se intuye todo Madrid. Bajo el cielo de nubes parece un Madrid gris, sucio, aburrido. Pero sé que no es así y me diluyo con la lluvia para recorrer las calles por debajo de los rascacielos que pinchan la tripa a los nubarrones. Los cielos así me mueven simultáneamente entre la tristeza y otra sensación que no es feliz pero se parece a la alegría de la nostalgia y mis estados de ánimo se leen en el cielo, como si ambos –cielo y sensaciones- fueran de la mano y no consiguieran soltarse nunca. Mi memoria vuela un año hacia atrás y veo las caras de la petite famille, las cervezas en la terraza, los paseos por el barrio como si yo misma hubiera habitado allí de pleno derecho, poseedora de poco más que un sofá en algún piso extraviado donde convivíamos una albahaca llamada Basil y yo. En casa Granada al camarero se le suelta la lengua y de repente me doy cuenta de que esto es exactamente lo que le falta a Barcelona: esa labia sinvergüenza que solo tenemos los de Madrid. Y aunque me dé de bruces con la fealdad de Madrid y sus edificios funcionalíticos después de estar viviendo en el sueño estético de Barcelona, sé que a veces no puedo evitar pertenecer a esta gran ciudad que se reconstruye cada día, cada vez, más alto.Porque esto también es Madrid: gente que regresa. Y yo lo hago siempre con un semblante nuevo. A mi lado tres amigos se ponen al día entre gin-tonics a las cuatro de la tarde y uno le pregunta a los demás: pero en Londres, ¿hay taxis? Las carcajadas resuenan en toda la terraza y me uno a ellos sin culpa por entrometerme y a ellos les divierte hacerme risa, y con apenas una mirada nos transmitimos una complicidad antigua que en Madrid hasta se puede oler.Pero de qué lado estoy es algo que no puedo descubrir. Si de una Barcelona que es como una mujer bonita, que canta e hipnotiza con su danza o de un Madrid que se parece a los hombres rudos: por fuera son grandes, enormes, pero tienen todo un mundo en su interior. Nunca sé si cuando vuelvo a Madrid soy o no soy. Mi cuerpo fluye entre antonimias y líneas rectas.