La Insoportable Levedad del Ser, de Milan Kundera, me parece una novela muy sobrevalorada, pero tiene un tratado sobre el kitsch muy interesante. Kundera dice algo que me parece muy digno de tener en cuenta:
El kitsch provoca dos lágrimas de emoción, una inmediatamente después de la otra. La primera lágrima dice: ¡Qué hermoso, los niños corren por el césped!La segunda lágrima dice: ¡Qué hermoso es estar emocionado junto con toda la humanidad al ver a los niños corriendo por el césped!Es la segunda lágrima la que convierte el kitsch en kitsch.
Unas líneas antes, Kundera dice que uno de sus personajes, el senador, "tenía un solo argumento para su afirmación: sus sentimientos. Allí donde habla el corazón es de mala educación que la razón lo contradiga".
Nosotros estábamos hablando del sentimentalismo en las artes, y Kundera nos dice que para que ese sentimentalismo se produzca, para que hable libremente el corazón, hay que acallar la razón.
Pero es que el arte es profundamente racional y técnico. O sea, que el artista que quiere producir un efecto emotivo tiene que (utilizando su razón, su técnica y su inteligencia), anular la razón del espectador; suspender su capacidad de juicio. El artista es un manipulador, un truquista, un tramposo.
No estamos hablando de calidad artística (como no lo hacíamos con ¡Qué Bello es Vivir!), sino de manipulación del sentimentalismo, que es una de las facetas más serias del arte. Fallingwater es una de las obras maestras de la arquitectura. Podemos analizar su forma, su construcción, sus espacios, su adecuación al entorno, etc, pero es ante todo un ¡toma ya!, un caérsete la baba, un ¡qué barbaridad! Habla el corazón y la razón se calla.
Y está concebida (con cuánto talento, con cuánta maestría) para ello. Es de un efectismo fabuloso, y produce toda suerte de emociones.
En el extremo opuesto pongamos la casa Farnsworth. Es una fría caja de vidrio, un bloque de hielo que no pretende nada, que no quiere emocionar. (¡Ja! ¡Eso dice!).
No hay más que ver la inacabable colección de fotografías, la intención de los fotógrafos y la fascinación de los visitantes para constatar lo contrario.
Todo tipo de arte es susceptible de emocionarnos, incluso el más cerebral y racionalista, porque si está bien hecho lo admiramos, y al admirarlo lo llenamos de cualidades y virtudes emotivas.
Y surge entonces la segunda vuelta de tuerca que dice Kundera: Nos emocionamos nosotros mismos de sabernos emocionados. En definitiva, estamos encantados de ser tan guays, y nos volvemos superfans. Y eso hace kitsch cualquier obra. Ninguna se salva.
Yo, lo reconozco, soy muy fan. Casi todos los arquitectos lo somos. Viajamos a ver una obra maestra no tanto para entenderla mejor, para experimentarla y estudiarla, sino, sobre todo, para fotografiarnos en ella, para decir que hemos estado en ella, que hemos acariciado sus muros, que hemos olido su ambiente. Y si pudiéramos conocer a su autor nos fotografiaríamos con él, como se hace con los futbolistas y los actores, y le pediríamos que nos autografiase alguno de sus libros. (Yo, lo confieso, conservo con mucho cariño algunos autógrafos).
Y hay obras arquitectónicas que fracasan de puro éxito, que colapsan por sobrecarga de babas. Las más famosas viviendas de la arquitectura moderna o no fueron nunca habitadas o apenas lo fueron durante unos pocos años, y las terminaron adquiriendo organismos públicos, asociaciones, fundaciones o coleccionistas millonarios. (No se puede uno levantar de la cama, abrir la ventana medio desnudo y ver en el jardín un autocar de japoneses -o de españoles- haciendo fotos. Todos, todos, todos los días).
El fenómeno fan produce monstruos kitsch; kitschifica todo lo que se ponga por delante. Es cierto que, por ejemplo, la capilla de Ronchamp abjuró de los cinco principios racionalistas-funcionalistas que acuñó su autor, y se entregó a una especie de formalismo romántico que pedía a gritos una respuesta sentimental. Pero también es cierto, como hemos dicho, que obras férreamente racionalistas acaban produciendo el mismo efecto.
Y, en todo caso, es excesivo que los chinos copiaran Ronchamp. Una barbaridad y un despropósito absolutamente kitsch, desvergonzado y ridículo. (Pero perfectamente comprensible).
Con todo lo que llevo dicho queda claro que el sentimentalismo lo pone el espectador con su "segunda lágrima", y que se lo puede poner a cualquier obra. Pero podríamos aventurar, a pesar de todo, un esbozo de teoría:
Con todas las excepciones y salvedades que queráis, pienso que los movimientos geométricos racionalistas (racionalismo, constructivismo, De Stijl, Bauhaus...) configuran el espacio intentando apartar la molécula-tiempo y sintetizar la molécula-espacio pura, y así crean un tablero de ajedrez aséptico, dispuesto para que pase lo que tenga que pasar, pero donde (al menos todavía) no pasa nada.
Por el contrario, los movimientos en los que entra la vivencia humana (expresionismo, Dada, surrealismo...) están inmersos en el tiempo, embarrados y empapados de tiempo. Son movimientos narrativos en los que pasan cosas, en las que hay sentimientos y emociones. Pasan cosas, pero no está muy claro dónde.
Tal vez hay estilos o movimientos, como la arquitectura orgánica, que buscan un encuentro de ambos mundos. No lo sé. Intento explicarme a mí mismo por qué me gusta tanto esa arquitectura, por qué me emociona. No lo sé. Me lío. Me confundo. Creo que yo mismo me lo digo todo, me lo invento, veo lo que quiero ver. Creo que, como dice Kundera, me emociono viendo ciertas obras y después me emociono de haberme emocionado. Seguro que es solo eso y, en realidad, nada es para tanto.