La mirilla me reveló a una mujer que cubría su cara con un velo. Sin abrir, le pregunté qué
deseaba.—Vengo para hablar con mi nariz —dijo.—No sé a qué se refiere —respondí.—¡Por favor, no mienta; sé que está aquí! Mire —extrajo un papel de su cartera—, me dejó una carta en la que dice que ha hallado un rostro donde sentirse realmente a gusto y que, en caso de ponerme nostálgica, podía visitarla en esta dirección.Me quedé mudo.—¿No me diga que no llegó? ¿Y si le pasó algo? La calle es tan insegura para una nariz sola... ¡Ay, Dios, me muero!—No, no se muera frente a mi puerta —dije mientras abría.Al verme, vociferó:—¡Ésa es mi nariz!—Era —repliqué.Cuando dejó de insultarme, le exigió a su nariz que volviese con ella, pero la susodicha se negó enfáticamente. Tuve miedo de que la mujer se decidiese por métodos violentos. Entonces me acordé de la nariz en el paño y le sugerí que se la probase.—Siempre me habían dicho que mi exnariz era algo masculina —dijo mientras se estudiaba en el espejo.—Siempre me habían dicho que mi exnariz era algo femenina —dije casi al mismo tiempo.Nos reímos largamente y, aunque parezca mentira, en aquel momento recién comenzaba para nosotros la parte más importante de esta historia.
Texto: Gabriel Bevilaqua
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